Un llanto en la noche

Silvia Rousseau

Mi casa era pequeña, con mala distribución de las habitaciones, con lo indispensable para dar abrigo a una familia recién formada. Mi ciudad, sedienta siempre, sin ágil comunicación, con poblaciones aledañas. Vivir en el centro del desierto es así, los días y las noches lentos y aburridos, los colores que se opacan por la arena que va y viene en oleadas sorpresivas, ululando como en película de terror.

Mi casera era además mi vecina, la familia era reservada, trabajadora, tenían una manera de pensar distinta a la mía, así que evitaba en lo posible ahondar en las creencias individuales, el clima y el costo de la vida eran nuestros temas cotidianos. Nunca me enteré de sus creencias religiosas, pero había demasiados demonios en las cosas comunes y corrientes, amenazas silentes e invisibles. Por ejemplo, en esa casa no usaban jabones para lavar, solamente el agua. Había reuniones con rezos en la casona vecina y no era de mi incumbencia, eran horas largas de murmullos pausados, atravesando mi barda.

Una noche los vecinos recibieron a varias personas del culto religioso y reforzaban sus compromisos con la deidad a la que le eran fieles. Una hora más tarde, con la quietud de la noche, claramente escuché el llanto de un niño pequeño, parecía estar lejos y al mismo tiempo cerca. La noche sin luna me retuvo en la recámara donde dormía mi bebé. De pronto el llanto era un alarido continuo imposible de ignorar, aquel pequeño sufría. Opté por cubrirme bien para enfrentar el viento invernal, el frio del desierto era penetrante, como una cuchillada. Salí a la banqueta y el llanto me llevó a un auto estacionado. Asomé mi cara por la ventanilla del asiento trasero y observé a una niña pequeña con el rostro descompuesto por el llanto, la nariz mocosa y sus manitas desesperadas se pegaban al vidrio. Intenté abrir las puertas, pero tenían puesto el seguro. Sin pensarlo más me dirigí a la casa, debía avisarles de la niña atrapada.

Toqué la puerta y tardaron en responder, abrió la vecina, rápidamente le expliqué lo que estaba sucediendo con la niña y ella, con el rostro agrio aseguró informar a sus padres.

Entré a casa, esperé unos minutos y nada, contrario a lo imaginado nadie salió a ver el carro, pasó media hora y ni a la hora siguiente se atendió a la niña. El llanto era tremendo, hacía eco en las paredes de la casona, en la barda de al lado y con el viento llegaba hasta mi ventana, ellos debían escucharlo primero, pero los señores simplemente no interrumpieron la sesión espiritual para atender a la criatura.

Marqué el número de la policía. A esa hora en aquel pueblo de pocas entretenciones, sus habitantes se refugiaban en la cocina o frente a un calentón para ver televisión. Mis llamadas de auxilio fueron gritos apagados en el aire gélido con aroma a monte y arena. El sueño asaltaba mis párpados y a mis oídos llegaba el lamento de la niña, ya eran gemidos cortos, a esa hora no podía dejar a mi bebé sola para salir y hablarle a alguien que no quería escucharme.

Y las horas pasaron, la reunión terminó y el auto con la niña sollozante se marchó. No puedo explicar lo que sentí aquella noche, fue una especie de insatisfacción, una impotencia sofocante y áspera. Han transcurrido más de treinta años y aquel llanto en la noche regresa de vez en cuando, seguramente está repitiéndose en otra casa, otro pueblo y con el mismo Dios de por medio.

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