Un juego de chamacos

Ilustración: Alfredo Acedo

Miguel Bejarano

Las primeras y únicas Playboy que tuve las oculté en el techo de casa: un fardo con cinco o seis ejemplares que Ángel, un vecino del barrio, me prestó de contrabando. Antes de la era del Internet, poseer pornografía en VHS, o en este caso revistas, era toda una hazaña para quienes nos iniciábamos en los rituales de la masturbación. Nunca leí uno solo de los artículos del contenido, mi atención era cien por ciento dirigida a las fotografías de las agraciadas modelos semidesnudas —A quién diablos le interesaría leer en ese momento— pensaba. Había quedado atrás el onanismo aquel de buscar el morbo entre las TvyNovelas que mamá apilaba sobre el contenedor de agua del escusado, y daba paso a la revelación del cuerpo femenino al desnudo. Habían quedado atrás los bikinis de Bibi Gaytán y el sostén de flores de Thalía, y aparecía de pronto un sugerente slip aperlado que, por mera disposición estética, Lisa Marie Scott sólo vistió para la foto de portada y alguna fotografía del interior en una de aquellas Playboy atesoradas en la techumbre.

Ayer, mientras me emborrachaba con mis amigos, me enteré que murió Hugh Hefner, fundador de Playboy. Esto, en realidad no me incumbe. Nunca fui un seguidor de la revista, ni mucho menos amigo del anciano. Aquí lo relativo es lo circunstancial del asunto, ya que anoche, mientras bebía unas cervezas, también me enteré que encontraron muerto entre los escombros de su departamento derrumbado en la Ciudad de México, a mi viejo amigo Ángel; el mismo Ángel que me había facilitado los ejemplares de Playboy; el mismo Ángel que ahora pasaba a ser una estadística del siniestro.

Ángel no era en si un tipo afable, pero era bueno en lo que cabe, algo presumido si se quiere. Ángel se mudó al centro del país desde que le imputaron una demanda por negligencia médica. Ángel estudió medicina en Durango y volvió al pueblo con la esperanza de un día poner su propia clínica. Consiguió una plaza en el Hospital General, donde, a causa de un descuido evidente mientras atendía un parto, olvidó una gaza en el vientre de la paciente. Semanas después la infección llevó a la mujer de nuevo al quirófano y a Ángel a huir.

El terremoto en México había sido la noticia en boga durante los últimos siete días, hasta ayer que las redes sociales olvidaron la catástrofe e iniciaron una serie de publicaciones sobre la muerte de Hefner.

Hacía años que no sabía nada de Ángel; un amigo en común me llamó para informarme —Lo encontraron con la cabeza destrozada. Muerte instantánea. El sismo fue de 7.1 grados en escala de Richter dijeron los que saben. Se sintió de la chingada, decían los que lo vivieron.

Ángel, de chamaco, tuvo sus delirios de héroe de película de acción. Admiraba a Van Damme al grado que acabó sus días renqueando por intentar hacer el truco de las dos sillas. Entonces cambió las artes marciales y las peleas para dedicarse a los videojuegos. Después, la universidad. Cuando se fue dejó acá una novia, Ana Brenda, una quinceañera de formas avanzadas y una frágil entereza a la fidelidad y a la monogamia. Primero lo hizo con el “Pecas”, que no tardó en presumirnos su viril aventura; después se acostó con Manuel, el hijo del joyero; siguió Samuel, mi compañero de clase; entre tanto, yo seguía alucinando con las conejitas de las revistas y Ana Brenda respondiendo a las cartas de amor que Ángel no dejó de enviarle hasta que se enteró que una noche en el asiento trasero de un carro abandonado, Ana Brenda me desveló el ceremonial asunto del sexo primerizo. Ángel vino de vacaciones por Navidad, la cosa no pasó de un ojo morado y el distanciamiento entre nosotros. Ana Brenda estudió Derecho y ahora es una importante agente fiscal dedicada a la tranza, la corruptela, y a organizar fiestas con banda sinaloense en la lujosa casa que algún traficante le dejó en prenda antes de que lo asesinaran. Ana Brenda fue mi maestra y compañera sexual por un tiempo hasta que ingresó a la universidad y se enredó en amores con el maestro de Derecho Penal. Pareciera que la universidad acaba siempre por separar a las personas.

Había quedado entonces atrás lo de la pornografía física, ahora los caballeros del nuevo milenio nos regocijábamos en sitios web donde todo estaba al alcance —vaya— de la mano. Todos los fetiches anhelados e inimaginables estaban ahí, en un monitor de veinte pulgadas y a la espera de un click izquierdo para que la magia sucediera. Por esos días me empleé como locutor en una de las radios gruperas locales, así que a regañadientes aprendí nombres reiterativos de grupos de los llamados “sierreños”: Los Piratas de la Sierra, Los Viejones de la Sierra, Los Periqueros de la Sierra… Y así, un montón de pendejos de la sierra y su puta madre, que yo tenía que programar una y otra vez hasta el hartazgo de propios y extraños y de lunes a viernes.

Con acceso libre a Internet en cabina, me di tiempo de conquistar a decenas de radioescuchas y a las no también por medio de un ya nostálgico Messenger; muchachas que, la mayoría, pasada la media noche y luego del Himno Nacional, mientras grababa  algún comercial para los desaparecidos P.H o el entrañable Mesón de la Pizza, pasaban por cabina y nos armábamos un buen rato en tanto la programación se escurría hacia las antenas repetidoras.

Ayer murió Hefner, y se dice que no heredó un solo centavo a su conejita en turno. El viejo sin duda fue un tipo astuto, pero sobre todo afortunado —me pregunto si alguna vez tendría la necesidad de masturbarse hojeando alguna de sus revistas— quién sabe. Seguramente es que Hefner, a más de haber tenido una vida quimérica, también supo de puñetas —no hay hombre que no practique ese rito inherente descubierto de una buena vez y para siempre— Seguro es que Hefner alguna vez también tuvo su Ana Brenda que lo iniciara en los asuntos de la carne; seguro es que Hefner, en cierto momento, también tuvo que ocultar en casa de sus padres, alguna revista clandestina de menor circulación que los chicos contrabandeaban de mano en mano en aquel Chicago de los años treinta. Ayer murió Hefner y justo ayer, también encontraron el cuerpo sin vida de Ángel, mi Hef personal de pubertad.

Era el edificio número 286 de la avenida Álvaro Obregón en la colonia Roma. La construcción se vino abajo en quince segundos decían los noticieros. Había sobrevivientes: Ángel no fue uno de ellos. La ciudad era un caos, esto se podía apreciar en los vídeos que atiborraron el Facebook los primero días: edificios cayendo; gente corriendo buscando protegerse de algún derrumbe; un colegio colapsado con estudiantes de preescolar, primaria y secundara dentro; cientos de personas con cascos y cubrebocas formando vallas pasando de una en una y de mano en mano, cubetas que contenían los escombros de lo que fueron unidades habitacionales o edificios comerciales. Del resto de los estados donde también tembló, se decía poco, pero la emergencia ahí estaba. La ayuda se empezó a centralizar y los políticos se pusieron a chillar por los dineros asignados para sus eminentes campañas electorales de ¡dos-mil-diez-y-ocho! La rapiña.

Acá en Sonora, tomando en cuenta que los contados edificios que tenemos están en la capital, y que en realidad son pocos, las cosas las mirábamos un tanto ajenos —pero solícitos— con esa seguridad campirana de que por acá no pasa nada —Acá nomas hace un chingo de calor en verano y un pinche frío que cala culero en invierno— se decía — pero de eso a un terremoto de dichas magnitudes, pos tá cabrón. La ayuda partió hacia el Sur; los restos de Ángel al Norte.

El fardo con los cinco o seis ejemplares de Playboy fueron incautados por mi madre y depositados en algún contenedor de basura lejos de casa. Fui increpado y castigado por desacato y faltas a las buenas costumbres —Esto se lo tienes que confesar al Padre Gonzáles el domingo— sentenció indignada. Saldé mi deuda con Ángel por la pérdida de las revistas cediéndole un cartucho aburridísimo de Nintendo que jamás comprendí y que mi abuelo compró en Kon Preciado con la imprecisa certeza de que con ello, amainaría mi necedad petitoria por un videjuego. Volvieron a mi vida las TvyNovelas y con ellas un listado de actrices sosas y de dudosa calaña que, nada tenían que ver con Lisa Marie Scott y su slip sugerente. Después el tiempo haría lo suyo: Playboy dejaría de ser mayoritariamente un material condenatorio y satanizado para las próximas generaciones, para pasar a ser lectura —y demás— de cabecera en muchos baños del país.

El cuerpo de Ángel será cremado en una funeraria de la Ciudad de México. La urna será enviada a Hermosillo; Lupita, la mamá de Ángel, se encargará de traerla al pueblo.

Hoy por la tarde me topé con Ana Brenda, la di por enterada de lo de Ángel. Ella me platicó que hace tiempo se divorció de su segundo esposo, Ismael, un testaferro de mafiosos que en el reparto de bienes le dejó a más de un hueso roto y una cicatriz en la frente: un autolavado, dos casas de empeño y un hijo con retraso mental. Ana Brenda se ha aumentado el busto. No ha cambiado mucho. —Hoy sería una viuda más como tantas que así habrán quedado por culpa del terremoto— dijo con una mueca impenetrable en sus labios— Pobre Ángel… Aquello no fue más que un juego de chamacos… ¡Ah! Qué tiempos!— suspiró.

La voz de un cantante nuevo inunda la cabina, su apellido: Nodal. Christian Nodal. Es nativo de acá, del pueblo, pero el chamaco anda pegando duro en todos lados, tiene talento, tiene estrella. Después de tantos años trabajando en esto no me acostumbro a esa música, no me dice nada; aunque en realidad me da igual, mientras siga teniendo visitas por las noches todo estará bien. Hoy la cosa es más fácil: un WhatsApp y listo… La voz del muchacho se apaga… La canción se agota… El Himno Nacional… Dos palomitas azules en la pantalla de mi celular me indican que el mensaje enviado ha sido leído. Ahora grabar los anuncios fúnebres para mañana.

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