Bruno Herley
I
Cinco de la mañana.
Despiertas
y la ciudad cree
que eres el mapa de una ciudad
y tú
crees que la ciudad es el mapa de una persona,
todos los días
hacen rodar una piedra
al interior de uno y otra.
Miras tu casa
y deseas un ser igual a ti
para ver su reacción ante la soledad.
Sales a la calle
con dos monedas distintas en la mano
y prometes encallar en Sirte.
II
Cinco menos cinco.
En la parada de autobús
registras una cajetilla de cigarros,
piensas que serán los últimos
para siempre, pero
traes otros
en la bolsa de la camisola,
no entiendes
ese peso extra
y culpas al caos,
desaparece tu brazo
y solo queda el gesto.
III
Cinco menos diez.
La mañana es oscura
y el boulevard
una sombra artificial
debajo de los anuncios.
El pavimento,
lleno de colores,
te recuerda a ella con luz
intermitente
sobre su cuerpo,
todo
es
tejer un sudario de segundos
en cada cosa que tocas.
«Ayer pasé por el balcón donde solías ver
hacia la plaza,
cayó dejando tu imagen.
Hacía mucho calor.
Bebí suero en la tienda de la esquina
y miré una carta de tarot
sobre la mesa: era la mujer
con dos vasijas.
Fumé un cigarro
y el humo fue hacia ti, a colarse
por la ventana vacía de tu casa: tarde de verano,
conversamos en el sofá,
pasas de una mano a otra
un fanzine,
el olor a peces muertos en el malecón
llega en pequeñas rachas de viento acalorado.
El brillo de tu rostro,
tu mirada en algún lugar del techo,
las palabras y tu boca, la luz mate del sol,
los trastes sobre la mesa, todo
aún está ahí, aunque nadie lo vea».
IV
Cinco menos veinte.
El trabajo espera
y los autobuses pasan,
descubres
que no sirve el tiempo,
revisas el teléfono
y encuentras la vida alegre
en la lejanía, eres un muerto
con el paraíso en la mano,
quieres compartir el sacrificio:
¡murió El Becerro y El Oro!
«La luz
conducía hacia la calle,
salimos a escuchar
el murmullo de los satélites.
El riachuelo en el asfalto
arrastraba un gorrión muerto
y pensamos en los días felices:
Mickey y el Pato Donald.
Reímos
toda la noche
a la orilla de una ciudadela sitiada.
En nuestras manos
sobraron centavos para comprar al mundo
y los arrojamos a un cadáver
en el cine viejo,
hasta ahí
llegó el sol,
tocó el talón de nuestro pie
y poco a poco
desaparecimos.
De vez en cuando
me gustaría escucharlos de nuevo,
dudar que jamás existió
el acto del universo.
Si fuera posible… digo».
V
Cinco menos treinta.
Llega un pájaro,
sientes sus pisadas
en las suelas de tus zapatos,
observa mientras fumas,
exhalas el humo
y desaparece la mitad de tu rostro.
Alguien
te deja en visto
y quieres morir,
comprendes
que la vida es complicada
y publicas el pasado,
dejas caer una piedra
al fondo del río
y es tu imagen
quien la devuelve,
tú
crees
que es otra piedra y la arrojas de nuevo.
«La ropa de Daniel
escurría sangre en el lavadero,
su madre
tenía el rostro blanco.
Lo enterraron en el panteón viejo,
rodeado de tumbas del siglo antepasado:
palacetes,
lápidas de mármol pulido,
estatuas de ángeles opacos.
Daniel
descansa
bajo una plancha de hormigón,
su nombre,
escrito con una vara sobre el cemento fresco,
es apenas perceptible.
Aquel chico
de ojos verdes y manos livianas
desaguó el pecho
una tarde de otoño,
cuando el sol se confunde en las vasijas.
En el barrio
olvidaron su estancia,
las horas de andar sobre los árboles,
esos días
llenos de rabia ingenua».
VI
Cinco menos cincuenta.
Miras la hora
y los pasos diseminados en la ciudad,
el reloj es un diario de confesión,
no sabes
si eso te entiende
y ella no, o viceversa,
en la frontera continua ante la nada
eliges a ella.
«Desde el puente
vi,
por última vez,
la neblina azul de la mañana
en tu falda,
brincabas de un charco a otro
con tu bolsita negra metida en el sobaco,
llevabas trescientos pesos y la blusa rota.
Ahora hay muchachitas asiáticas en tu esquina
y un 7-Eleven en la fonda donde solías
curar resacas y golpes.
Los noventa pasaron rápido
y tú con ellos:
autos quemados en los atardeceres,
manifiestos en los rincones podridos de la ciudad.
A veces voy al puente
y bebo café,
lanzo arroz a las palomas
por aquello de salirnos juntos
de las cloacas».
VII
Seis menos uno.
Sale el sol
y sobreviven los semáforos.
Pequeñas luces corren hacia ti,
es el autobús
como parte del horario de trabajo,
subes
pensando en la envidia de los ángeles
al verte libre
dentro de su tiempo.
«Bebíamos cerveza en la escalera,
el juego
era crear mapas a los aviones de la madrugada,
derribados en otras esquinas del mundo
inspiraron la huida.
Recuerdo esas noches
en la bocanada del tabaco,
nos alejamos de la tierra
y sus alrededores,
había ídolos escondidos en la plática,
alumbrado público
con nubes de moscos.
Una vez
corrimos tras un incendio
al pie del cerro,
las piedras cobraron vida
y tuvimos la idea de saquear supermercados
y tiendas de abonos,
hasta que alguien gritó: “¡Quémense, putos!”.
El sueño se fue,
allá donde uno apacigua el desencanto,
la vida nos pareció a medias,
cuando los direccionales,
estirados a lo largo
de la vía,
pasaban con rapidez,
entonces,
a media luz,
en el fondo,
nos hacíamos en un carro
con el brillo de los anuncios en el parabrisas
y The Cars tocando “Drive”,
todo
para no voltear atrás,
nunca
atrás».
VIII
Seis menos diez.
Descubres la cajetilla de cigarros
en la bolsa de la camisola,
el chofer
te observa por el retrovisor.
«Doña Elvira tenía en su sonrisa
el suspiro sobre una vela,
frente a su casa un yucateco enorme
donde los niños del barrio caían
para acicalarse en la tierra;
a mitad del sol
abrió la puerta de la alcoba,
era una sábana al viento, dejó una casa
de listones amarillos y dos amigos».
Levantas la cabeza,
estás muerto y miras con espanto
que cabalgas un caballo muerto
a la orilla de la playa.
Imaginas la hora en el reloj.
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Qué lindo poema.