Subir al cielo

Foto: Bruno Herley.

Bruno Herley

La luz rojiza de la tarde caía sobre las nubes grises en el horizonte y las sombras del caserío eran estiradas hacia los baldíos del voladero. Un niño en trusas pasó corriendo y algo gritó. Doña Rosa, sentada en el porche de la casa, dio un sorbo al café y el vapor de la taza subió por la frente perlada de sudor, con la mano izquierda agitó la falda para enfriar la entrepierna y espantar algunas moscas.

—Yo llegué de la baja (california) en el sesenta. Mi esposo era pescador, aquí lo conocí. Tuvimos cuatro hijos: el mayor vive en Ensenada, la que le sigue vive aquí (en Guaymas), el otro también, y el más chico, pues ya ve, es hora de que no sabemos de él.

—¿Qué le pasó?

—Lo único que sé es que se lo llevaron. Sabrá Dios dónde andará —al responder, la mirada de doña Rosa se perdió en la lejanía y dio otro sorbo al café.

—¿Hace cuánto de eso?

—Ya va para año y medio.

El barrio, empotrado en la falda de un cerro, tiene casas de madera y cartón negro, pequeños patios de tierra rojiza, algunas matas agrestes y tambos de agua donde los moscos giran en una danza silenciosa. El sol pega duro, como una brasa en la frente, no tarda mucho en aparecer el sudor. Dentro de la casa hay una tenue luz sofocante, muebles viejos y la mesa de comedor tapada con un mantel de plástico, el olor a percudido más que molestar da la sensación de cobijo.

—No sé cuándo le agarró por drogarse, se ponía como loco y adelgazó rápido. Andaba metido en el foco —doña Rosa soltaba las palabras, había en ellas una especie de vacío.

—¿Es el único que desapareció en el barrio?

—¡Uh!, son varios. Pero a nadie le gusta hablar. Dios guarde.

Ya ni ríos de drenaje hay, una vez a la semana llega el agua, la cual se ha convertido en un objeto de cambio para las elecciones. En el barrio la gente se ha vuelto ecologista a punta de necesidad, el agua la reciclan hasta cuando se bañan, conseguir para beberla es otro problema, para estos lares los repartidores no suben por los asaltos. En cada esquina hay grupos de jóvenes esperando algo, si no eres vecino o no vas acompañado de alguno, es probable que bajes sin nada.

—¿Ha platicado con las otras familias que tienen desaparecidos?

—No.

—¿Por qué?

—¿Para qué? ¿Vamos a resolver algo? ¡No! Las cosas pasan y uno no puede hacer nada. Menos en esos asuntos. El gobierno sabe, pero se hace pendejo.

Los cuarenta grados y la sensación de casi cincuenta, con la humedad untada en la ropa, convertía al porche en una olla de vapor. Detrás de la casa de doña Rosa queda la punta del cerro, algunas cuevas, matorrales, lagartijas que sacan la lengua y corren desesperadas a ocultarse, más allá, en el cielo, los zopilotes vuelan en círculos, parecen nunca terminar, sus sombras pasan sobre el patio, como si alguien saliera de algún rincón.

—¿Qué hará, doña Rosa?

—Nada. ¿Qué hago? Uno acá está abandonado. Cerca del cielo, pero abandonados. Tengo más hijos.

—¿No quiso denunciar?

—¿Para qué? Si son la misma chingadera. Son los mismos cabrones. Ellos los ponen —doña Rosa dio el último trago al café y, sin previo aviso, se levantó de la poltrona—. Cierra la rejita, por favor —escuché desde dentro de su casa.

Al bajar me topé con un foco amarillo pendido de un poste, mecía las sombras dando un tono paranoico al lugar, miré hacia atrás y alcancé a ver la luz de la televisión parpadear en la ventana de la casa de doña Rosa. Me fui con la sensación de lo mucho que pude preguntarle, pero el ambiente era tenso, como si hubiera un tercero que todo lo escuchaba.

Al llegar a la calle pavimentada, una ambulancia pasó a toda velocidad, la torreta alumbró de color rojo los rincones obscuros, fui tras ella, su luz ayudó a memorizar los obstáculos en el camino, hasta lograr salir a un boulevard donde la iluminación era más amplia. Caminé pensando en las declaraciones hechas por el colectivo Guerreras Buscando Nuestros Tesoros de Sonora, las cuales estiman que, entre los municipios de Guaymas y Empalme, hay cuatrocientos desaparecidos en lo que va de este año y un número igual entre los años 2015 y 2017. De la platica quedó ese amargo en la boca de tener la certeza que el país ha perdido una generación entera y, al parecer, el recurso humano para la violencia parece inagotable.

Bruno Herley. Ha publicado en antologías de poesía y cuento, tiene una novela corta de nombre Dios  es solo un nombre (cómo matar un pájaro con marketing), disponible en Amazon.

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