
César Trujillo
Hace unos días abordé un taxi en el Parque Central. Eran la 2 de la tarde y el calor caía con toda su fuerza. Me acomodé mientras indicaba al conductor la dirección a la cual me llevaría. Llevaba dos libros en mis manos: El político de Azorín y Macario, de Bruno Traven. Ojeaba el tomo del miembro de la Generación el 98 cuando el taxista me interrumpió mientras bajaba el volumen la radio donde la marimba sonaba.
— Ayer terminé de leer Último round de Cortázar y la semana pasada me tocó Rayuela, me dijo.
Suspendí la lectura un tanto sorprendido para preguntarle qué le habían parecido ambos libros. A diferencia de muchos eruditos que gustan de la crítica literaria, mi interlocutor fue sincero:
— Pues vea. Aprendí a leer en el IEA. Quería estudiar una carrera y ya terminé mi preparatoria abierta. Pero he visto que hay harto profesionista manejando taxi, así que me propuse ser mejor autodidacta y no andar perdiendo mi tiempo cuatro años para nada, porque en este estado ni oportunidades hay. Y pues ahora leo lo que me va gustando de la literatura. Cortázar es un genio, sabe usted. Gracias a su obra he entendido que soy un cronopio, que me gusta la vida y me sorprende todo. ¿Sí sabe de qué le hablo, jefe?, preguntó interrumpiendo su discurso y continuó sin esperar respuesta, -porque luego ando como menso explicando desde mis entrañas lo que me provoca la literatura y no me entienden. A usted le cuento porque veo que cargaste unos libros, aunque hay mucho que ahora los carga para que digan que leen y ni saben, por eso le pregunto. ¿A usté le gusta leer?, ¿tienesté profesión o es usté uno de esos que juegan a la intelectualidad?
Sonreí y asentí con la cabeza y respondí:
— Sí sé de qué me habla y no juego a nada, creo que yo oscilo entre los cronopios y las famas, un híbrido quizá, le dije.
Señalé el sitio donde debía bajar. Se detuvo sonriendo y abrí la puerta:
— Ahora le toca leer a Traven, le dije. Y le extendí el ejemplar un poco ajetreado por las tantas manos que lo han acariciado.
— Putas, jefe, muchas gracias de verdad. Lo voy a leer y se lo paso a dejar, me dijo mientras abría el libro y lo olfateaba con una sonrisa de un hombre que parecía un niño con juguete nuevo. Nos despedimos. Crucé la calle y antes de que arrancará me gritó:
— Somos cronopios.