
Juan José Flores Nava
Álamos, Sonora, 26 de enero de 2018.- Sí, hace bien Celso Piña en pedir indulgencias ante lo que viene: “Que nos perdone el padrecito por esta algarabía”, dice. Y entonces, el baile, el más ancestral de los rituales, se inicia. Celso Piña y su Ronda Bogotá tañen –no las campanas del Templo La Purísima Concepción (que tienen casi frente a ellos)– sino sus instrumentos, que suenan con vigor y mucho ritmo para que el clan que los espera con ansias haga retumbar la cantera de la Plaza de Armas, en Álamos.
Si al interior de la iglesia levantada en el siglo XIX le ha sido negada la música, en esta edición del FAOT, nada han podido hacer los representantes de Jesucristo en la Tierra para evitar que todos los muros de la parroquia sean bañados, esta noche, con la energía de la gente que colma la plaza y sus alrededores para observar, para bailar y hasta para tocar con sus propias manos al rebelde del acordeón.
A las 23:05 Celso Piña sube al escenario, se ajusta su acordeón, lleva sus manos a los labios y luego extiende sus brazos como alas mientras lanza un beso al cielo. El gesto parece una petición al magnífico firmamento estrellado para que vigile a la raza, a los danzantes, por una hora y media. Igual que se hacía, dicen los que saben, hace miles de años.
Pero esta ocasión los danzantes no giran alrededor del fuego, lo que está en el centro de las decenas de círculos de bailarines que se forman aquí y allá –en los portales, en la avenida, en la plaza– son llamas de hielo ardiente guardadas en bolsas y cajas para contener agüitas milagrosas y espumosos líquidos, cálices que consagran líquidos para dar calorcito al alma.
Anoche se vivió la comunión, la igualdad, el entrecruzamiento de edades, clases sociales, géneros, estéticas y modas como no había sucedido antes en ésta, la edición número 34 del FAOT. Un par de estampas:
La primera: en lo más alto de los portales de esta villa, un anciano de cabello blanco y bigote baila con una señorita, una joven que apenas puede seguirle el paso a este viejo que gira y gira con la “cumbia sampuesana, vente para acá, que el bongó te llama, para parrandear…”.
La segunda estampa: en el lado opuesto, poco después, una adolescente le avisa a su madre: “¡Voy a bailar con lo vaguitos…!” Se refiere a un grupo de jóvenes que, alegres, cerveza siempre en mano, llevan rato sacudiendo sus rastas, sus perforaciones, sus enormes aretes en las orejas, sus tatuajes inmensos en la cara y en los brazos y sus artesanías que se menean e invocan a la tribu. La madre intenta protestar, jalar a su inocente teen ager, pero se le escapa. Se tranquiliza, sin embargo, cuando ve que los “vaguitos” contrataron guardia privada: fuera de su círculo están apostados seis elementos de la policía estatal, quienes se resisten a moverse a pesar del frío, a pesar de que “los cien años de macondo vuelan, vuelan en el aire”.
Celso Piña es muy platicador. Habla con la gente, cuenta sus anécdotas, indaga sobre la ciudad que lo recibe, agradece la invitación, promete tomarse una foto con quien compre su disco, que se anda vendiendo por ahí, mano a mano. Pero el clan le exige que se calle, que no parlotee tanto, que invoque a los dioses de la danza de nuevo con su acordeón. “¡Canta y deja de hablar!”, grita alguien. “¡Puro gua, gua, gua…!”, le reclama una joven a su novio, como si de él dependiera que las caderas de ella encontraran en el viento ese algo que las ha agitado, como palmeras tropicales, desde que arrancó el concierto.
Pero Celso hace lo que quiere. Y responde con una bella balada cumbianchera que eriza la piel: “Los caminos de la vida, no son como yo pensaba, como los imaginaba, no son como yo creía…”. En varios momentos, Celso deja que sus músicos suenen. Él se va detrás del escenario, le da un fuerte golpe a su tabaco, sopla con calma el humo hacia el cielo. La gente grita: “¡Que cante! ¡Que cante!” Y vuelve.
Invita, entonces, a Pato Machete para que lo acompañe. Pato, quien casi acaba de presentarse en este mismo foro, sube de nuevo al escenario y hace su mejor actuación de la noche: tras varios años de ser invitado por Celso y su Ronda a cantar, ha aprendido a bailar un poco de cumbia… Y mientras se mueve, recita: “Sonidero, sonidero nacional, tarareando al compás, salido del barrio vallenato freestyle…”.
Un cholillo se tira al piso, se retuerce con la música, goza la arremetida sonora y, detrás de él, una anciana cubierta con su rebozo no para de menearse como un columpio de arriba a abajo. Sus amigas le siguen el contoneo: parecen beatas felices que se extraviaron en la plaza al salir de la oración nocturna.
Este, como todo ritual, tiene un fin. Pero antes de apagar las fogatas de hielo como la que un grupo de chicas cruza brincando una y otra vez, frente a mí, cual si fueran llamas, Celso cumple con su costumbre. Baja del escenario y saluda a sus seguidores. Se deja querer. Sólo volverá para cantar “luuuuna, llena de mi alma de cuuuumbia, saca de mí la locura y llévame, a la luz y a la paz”.
Esta parte y el resto de la “Cumbia poder” ya no serán escuchados, aunque siga aquí, oyendo y cantando, por la bella mujer morena, bailadora, que se atropella a sí misma hasta llegar a Celso. Todo sucede, con ella, como un relámpago. Luminoso y fugaz. Fulgurante. Lo sabe. Pero no le importa. Después contará, como “viento rebelde del norte”, a sus amigas: “¡Bailé tres segundos con Celso y me tomé una selfie con él!”. Son las 12:30 de la madrugada. Falta sólo una cumbia más. Pero a la bella morena le tiene sin cuidado. Esta noche ha obtenido más de lo que imaginó. El rito, claro, ha terminado para ella.