
En la calle, con la ropa desgarrada y la mugre en todo el cuerpo, hombres y mujeres pasean en su propia realidad por la ciudad.
«No sé de dónde salen tantos. Nos los tiran de Hermosillo. Me ha tocado verlos caminar por la carretera».
La señora, parada bajo un árbol y tratando de hacer más sombra sobre sus ojos con un pañuelo verde, me mira extrañada, tal vez era el hecho de haberle preguntado sobre los indigentes que, a últimas fechas, han proliferado en las calles del puerto.
Sentado en los escalones de un minisúper, Pedro, hombre que abre una sonrisa entre las arrugas y las quemaduras del sol, cuenta que es de Nayarit. Hace un mes lo deportaron. Cuenta su historia entre dientes, llena de lugares comunes: economía, racismo, deportación, violencia, corrupción. El paso desde su casa hasta Estados Unidos, de ida y vuelta, ha sido igual de tortuoso. No quiso contar mucho, ya sea por miedo, vergüenza o desinterés. Ya tiene tres días haciendo punto en el minisúper. «Lo más que he sacado son veinte pesos».
Pedro dice extrañar su casa, el patio que tiene a un lado, atestado de mangos pequeños y jugosos. No dice nada de su familia, siempre habla en singular, la soledad la trae en la mochila improvisada, donde una cobija sucia de cuadros azules, enrollada, hace bulto, como si cargara muchas cosas.
Antes de Trump, con Obama los trenes comenzaron a llegar cargados de deportados, más de lo usual, deambulan desde Empalme hasta Guaymas, cargando los restos del viaje, pidiendo dinero o comida, muchos mueren destrozados en las vías, otros en asaltos. A veces andan en grupo, a veces a solas, expulsados del paraíso al infierno de donde salieron; vuelven no para recoger sus pasos, sino para encontrarle sentidos al nuevo andar. «Voy para Guanajuato, de allá soy. Allá tengo a mi mamá y a un hijo». Se llama Patricia, viene acompañada de otra mujer y un hombre, quienes se alejaron cuando me acerqué a hacerle unas preguntas. Paty, como le dicen de cariño, tiene los dientes manchados y una cicatriz en la barba, explica que fue un accidente en Houston y no quiso dar parte a la policía por miedo a ser deportada; ella misma se curó y, lo enseñado por la madre para remendar ropa, le sirvió para cocer la herida con hilo de caña, tuvo suerte de que no le diera una infección grave. «Uno se la tiene que rifar allá. Allá un doctor te cuesta muchos dólares. Aunque hubiera querido, no tenía dinero para ir a consulta». En su mirada no hay miedo ni tristeza, sino un brillo de vida: su sonrisa y su facilidad de palabra, así como apertura, lo confirmaban. «Danos para desayunar, no seas malo. No hemos comido desde ayer». Le extendí un billete y sonrió.
La crisis en Guaymas ya es crónica, desde que cayó la pesca, finiquitada por el gobierno federal y acaparada por los empresarios, además de las paraestatales que las reformas neoliberales se llevaron entre las patas, el dinero dejó de lucir en el puerto. Las maquiladoras, a golpe de salarios insuficientes, han cargado con los restos del abandono económico del puerto.
La crisis del 2008 dejó los cadáveres de pequeñas empresas a lo largo de la avenida principal de la ciudad: locales en renta, anuncios empolvados, poca diversidad. Aparecieron las mercancías chinas como salvavidas, los puestos a ras de calle, las tortas, los tacos; llegó al punto que Guaymas se volvió una economía burrizada: carretas de burros de tortillas de harina con verdura y carne aparecieron en cada esquina. Y entre todo este panorama los deportados vagando como sombras, sin futuro a corto o a largo plazo, con la esperanza de volver a la única patria que conocen: su casa.
*Bruno Herley. Ha publicado en antologías de poesía y cuento, tiene una novela corta de nombre Dios es sólo un nombre (cómo matar un pájaro con marketing), disponible en Amazon.