Miguel Bejarano
La literatura y la música van de la mano, inherentes, indisolubles, o, mal parafraseando a Borges: son caminos que se bifurcan, pero que vuelven en sí mismos para volver a ser. Cadencia. Ritmo. He aquí dos puntos de partida para crear un verso o una canción, he aquí que las dos fuentes se reconocen, se entrañan y surgen. Así también, se inventa a sí mismo el monstruo literario, el rebelde, el maestro, el poeta de poetas del desierto, el dramaturgo, el caborquense ciudadano de muchos caborcas que señalan y olvidan; el individuo que se supo salvar en las letras de cuanto dedo índice lo desdibujara. Hablar de literatura en Caborca, es obligadamente hablar de Abigael, de Abigael Bohórquez, el hijo natural de doña Sofía García, nieto de sus abuelos Ángel y Adela de la llanura pápaga, sobrino de sus tías y poeta de su tiempo.
La poesía de Abigael retuerce entrañas, juega a las nostalgias, a la soledad, a la ironía, a la discordancia, a la voz que no se calla por el mero gusto de decir verdades, por el mero gusto de ser él, un poema de nómada naturaleza. El poeta partió, a San Luis, a Hermosillo, al Distrito Federal en Milpa Alta, y a donde fuese, sus letras lo arraigaban a un mundo infinito de consignas poéticas que también, lo salvaron de la muerte; porque Abigael no se muere: se reafirma en esta tierra con cada una de sus obras. Ha de cantarse — esto es lo que se debe, señoritos poetas de intocables perfiles y cafés literarios— decía Abigael en su Manifiesto poético. En su novela En el mar de tu nombre, el escritor Carlos Sánchez (Hermosillo, Sonora) nos narra a manera de ficción un tanto utópica y quizá atendiendo a la voz de Abigael, como, un grupo norteño (Los Chiltepines) musicaliza poemas del vate, los cuales se hacen tan populares, que la gente los canta y los baila, convirtiéndose en un éxito en las estaciones de radio; de nuevo, la música, de nuevo, Abigael.
En la poesía abigaeleana se grita un desprendimiento para no atragantarse con dobles caras o morderse la lengua. Abigael dice lo que ama sin prejuicios ni mordazas, sufre las soledades, pero también las reclama, las exige y las protesta, pone el dedo en la llaga de la patria y en sus rancias burocracias bien sabidas y bien calladas a fuerza de amiguismos, baja de sus tronos a jerarcas religiosos y les habla al tú por tú, mientras, subordinados de la otra burocracia, la católica, se pelean con lujo de oraciones y protocolos, como lo cita Bohórquez en su Cónclave: por el oro y la silla del Espíritu Santo, la curul y la gracia del Espíritu Santo. La muerte de su perro, aquel que, a fuerza de llantos y caprichos por la escarlatina, le llevaron de muy lejos en una caja de zapatos, se convierte en una oda ejemplar en el acervo de Bohórquez; porque la muerte de su perro, sin argolla en el pescuezo ni listón ni sonaja, humilde ciudadano de ladrido-carrera, le dolió más que la del perro que habla y engaña, y ríe, y asesina.
Para Abigael no hay vuelta atrás, la letra le es suficiente para ser y decirse. En ella se regocija sin exclusiones. Es la palabra una nave de vastos timoneles que naufraga a conciencia.
Aunque en Abigael no todo es verso, y, no siéndolo: es. Es lo que él quiere, lo que él desea, lo que, amantísimo, amorosísimo de lo que ama, ronda, cosquillea y bulle de su alma en claro, de su Reconcilio con la tierra que lo vio nacer, de la Confirmación, de su Declaración previa, de la Reconstrucción del lecho, de aquel que fue su Cuerpo del deleite; pero sobre todo, de su Oficio de poeta que zurce jornadas y consignas: pálidas sombras de escritorios y oficinas.
Hablar de Abigael Bohórquez es hablar también de un desierto que no soslaya pasiones, de un pueblo que destierra por costumbres, de un tiempo imperecedero que se incrusta en honores, en casas de la cultura, en museos esporádicos de lo que fuera un hogar lejano, en declamaciones abruptas de generaciones perennes, en un encuentro cultural que lo reclama año con año, en una escrito efímero como este mismo, que lo nombra para que no deje de ser nombrado, en nombre de la literatura, que también en Caborca, se niega a morir.
La literatura y la música van de la mano, como Abigael y su pluma, como el racimo y la uva, como el fuego y el humo que se alza cuneiforme reclavando a cristos siderales irredentos del lenguaje y la palabra de la poesía y el poeta.