Lupita Rivera
Mis padres son ejidatarios de diferentes lugares de Huatabampo, en cada parcela se cosecha dos veces por año. Cuando cursaba la primaria, en aquel tiempo, casi siempre sembraban maíz, trigo o frijol, otras veces cártamo. Bendita tierra que dependiendo de la época puede producir cualquier cultivo. Pero mi encanto era que sembraran frijol, porque entonces, mis hermanos, amigos, parientes y yo teníamos trabajo seguro, poquitos días, pero seguro, eso significaba que tendríamos suficiente para comprar raspados, paletas de hielo o para los barquillos de nieve. Trabajábamos de tres a seis de la tarde, el patrón: Guillermo, mi querido papá, siempre ha sido mi fuerza.
Nos organizaba a cuatro niños por surco. El primer trabajo era fácil, la tierra era liviana, había que arrancar la planta con todo y raíz del surco, el frijol ya estaba al punto de cosechar, ya sazón, pero no seco aun el plantío, no corría peligro de que se desvainara el grano, desprendíamos el arbusto. Recuerdo que hacíamos un montón más o menos grande del sembradío a cierta distancia entre uno y otro, así sucesivamente hasta llegar al final del surco encomendado e iniciábamos con otro, hasta que terminábamos la parcela. No recuerdo en cuantos días lo hacíamos, pero el grupo de “hormiguitas” no queríamos que terminara el trabajo porque ya no tendríamos nuestro propio dinero para comprar nieves. Luego lo mejor era que al final del día mi papá nos pagaba y así teníamos dinero para llevar a la escuela y a la hora del recreo comprarnos naranjas con chile.
Luego, pasados unos días, retomábamos las labores, volteando la planta para que le diera el sol a la parte de abajo y se secara parejo, y pasado el tiempo necesario levantábamos los montones elaborados, mi papá en la paloma como llamaba a su troca (una dina doble rodado) pasaba entre los surcos y nosotros le echábamos arriba los mazos ya secos y él los llevaba a donde los señores terminarían el trabajo golpeando con sendos palos los enormes cerros que los adultos formaban sobre grandes lonas al centro de la parcela.
Cómo extraño esos tiempos, que días más bellos, el recuerdo de mi madre, Micaela, a lado de nosotros vigilándonos, siempre pendiente de todo, con un termo de agua, siguiéndonos, según para que no anduviéramos chiroteando y que no nos fuéramos a golpear. Que hermosa es la tierra que produce, pero más bello es el hombre que pone todo su ser, su empeño y su felicidad misma en cada semilla que cultiva, como cada hijo que ve crecer y un día también tendrán su familia.