A Mariana Vargas Vergara,
a seis años de su partida.
I
Bebimos café
y el cigarro asumía
un hilillo blanco
hasta el techo.
Sobre la mesa
engarzabas una piedra púrpura
a una cadena. El ruido de la calle
parecía venir de una bóveda,
como si todo
tuviera un límite. La gente
tejía sobre lo ya tejido
y el eco de una gotera
menguaba a cada instante.
II
Sentada en tu sabana azul en la acera,
entre collares y piedras de colores,
escribes en una libreta vieja,
son poemas crueles y simples.
«Yo soy Artemisa,
estoy en el bosque y el perro de caza,
en las sombras
de las frutas».
Al cambiar de calle tu vendimia,
la ciudad gira y
la soledad no puede encontrarte.
III
El mar frente a ti,
los pelicanos vuelan a ras de las olas,
las nubes en el fondo pasan lentas con un sol opaco en el agua,
detrás hay fiesta en la ciudad,
es día de muertos, calaveras enormes de papel estraza
caminan por la avenida principal, es noviembre
y el año terminará donde empezó.
De lejos pareces un muchacho,
de cerca
tu sonrisa es una media luna tendida
al lado, algún rencor hay en ella.
IV
Cuando llegan las cabañuelas
los ríos corren
repletos de basura y animales muertos,
la ciudad es aturdida
por la lluvia en las láminas,
miras tu rostro en el agua
y el futuro es impredecible,
más allá de tu cabellera
estás sentada en un restaurant,
cubres
con tu mano la taza,
tienes hambre y fumas un cigarrillo,
sientes
que la luna se ahoga en tu vientre,
que la vida es lineal,
sin compromisos,
que nada es feo y hermoso,
esa es la tragedia. El mundo
desaparece.
V
«Yo soy Artemisa,
estoy en el bosque y el perro de caza,
en las sombras
de las frutas».
Nunca negaste guardar dos monedas
de la venta,
bien lo valía el oficio,
tus botas de trabajador,
la suela por donde pasaron
muchas ciudades.
Tal vez, en tu último día,
los templos no supieron qué hacer sin ti
y quemaron los sacrificios,
untaron de miel el pan, de vino
la carne,
y nada tuvo el sabor de antaño.
En alguna esquina,
en algún adoquín,
a tu nombre
solo hay que pasarle la mano
e invocarte y
mirar.
Bruno Herley.