Francisco Luján
Puso en su pecho la bala, para percutirla usó clavo y martillo, el plomo atravesó su corazón y el estallido reventó los dedos, nadie lo escuchó. Juan era su nombre, un vato bien portado, oía Heavy metal y cada fin de semanas lo veíamos en las tocadas. El suicidio fue por una morra, sus papás nunca lo supieron, todo quedó entre compas.
Hijo único de dos trabajadores del seguro social, siempre era el primero en tener los casetes de rock, íbamos a su casa en la tarde, cuando él estaba solo, a escucharlos y aprovechábamos para fumar y pistiar, pitorrearnos de todo y tratar de componer al mundo con pura hablada. Era un morro letrado, él nos pasó los libros de el Rius y juntos nos volvimos vegetarianos, queríamos incendiar al mundo escuchando a Dokken, Metallica, Iron Maiden y toda la runfla de grupos de aquellos tiempos, nos valía madre escuchar música gringa y leer el diario del Che en Bolivia. Fueron noches y tardes donde todos cabíamos.
Yo vivía detrás de él, la tarde que murió no escuché el disparo, ni los gritos de su madre al descubrirlo, hasta entrada la noche llegó el chisme, no podía creerlo, el vato que nos abrió las puertas al mundo abrió las propias para fugarse. Al día siguiente los compas del barrio nos reunimos afuera de su casa, nadie nos atendió, había mucha familia, hasta nosotros llegó el olor a café y menudo, sus jefes hicieron una pachanga de despedida, como si no quisieran nunca olvidarlo, como si quisieran decirles a todos que él seguía allí.
La semana que siguió a su muerte nos la pasamos en la esquina, debajo de la luz amarilla del poste, fumamos y pistiamos como locos a salud del Juanito, prometimos nunca olvidarlo y siempre festejar su cumpleaños, pero eso no fue posible, algunos se brincaron al otro lado, otros nada más desaparecieron, solo quedé yo un tiempo, hasta que fui a trabajar al norte del estado.
Los papás del Juan terminaron solos, la familia que asistió al velorio jamás volvió. Primero falleció el señor, un par de años después la señora, la casa de ellos cayó a pedacitos, se secó desde la raíz, quedaron los pisos pelones que el sol y la lluvia comieron temporada tras temporada, ahora hay matorrales y un árbol de tronco grueso. Cuando llego a pasar con mi chamaco, le digo que ahí vivió un amigo, él no me cree, solo ve un baldío lleno de ramas.
Cada que vengo pienso en Juan, en la sonrisa burlesca que tenía cuando le preguntábamos algo que desconocíamos, en los gritos que se aventaba a mitad de las canciones. A estas alturas ya ni sé si fuimos verdaderos amigos o solo iba con él a escuchar música y a leer. El barrio cambió, las casas se remodelaron, pero el baldío sigue ahí, nadie lo quiere comprar, nadie se acerca, aunque muchos de los morros nuevos no conocen la historia, no les nace ir, ni siquiera los drogos, pareciera que la pena del Juan es tan grande por aquella morra que todavía cala en el lugar donde estuvo su cuarto lleno de posters, casetes y libros, es un fantasma presente, cuando uno da la dirección de la calle siempre toma como referencia su casa y hasta dice el nombre, aunque no sepan quién fue.
Francisco Luján (Navojoa, 1989), escritor de a veces y cronista a medias. Planea publicar un libro de cuentos policiacos en futuro no muy lejano.