Francisco Luján
Con la boca abierta y los ojos en blanco, así quedó el Chico, un vatito bien aventado, raterillo conocido del barrio que, allá en sus buenos tiempos, a mediado de los noventa, una y otra vez asaltó el abarrote de don Ramón, pero hoy no pudo con el paquete, se las daba de buchón espantando a la gente con una AK-47 toda desvencijada y siempre andaba dando la vuelta en una troca vieja y sin placas. Decía él que estaba bien parado con el dueño de la plaza y tiraba perico al por mayor, les quitaba el dinero del recreo a los morros y a las ancianas el vuelto después de las compras (a las viejitas se les respeta, alguna vez dijo), no perdonaba nada.
Una tarde de verano, cuando las doñas sacudían las faldillas en las banquetas mientras bebían café y los chanates armaban un relajo en los árboles, el Chico pasó con el hocico sangrando, nadie dijo nada, en el fondo todos queríamos que ahí mismo azotara, que ahí se pudriera el hijo de la chingada, por rata y cabrón; subió hasta el cerro y vimos el brillo del fuego al estar poniéndole al foco, por lo menos esa tarde nos deshicimos de su presencia. Bajó como a eso de las ocho de la noche, parecía zombi, traía la camisola llena de sangre, apenas logró llegar a sentarse en el porche de su casa, toda la noche y madrugada estuvo tosiendo y arrojando flemas con sangre. Al día siguientes alguien dijo que le habían dado un tiro, pero que de milagro la libró, escuché el ¡chin! en las casas.
Nadie supo cómo —y si lo saben no lo dirán— envenenaron al Chico, la idea más loca es que fueron los chamacos de secundaria a quien el malandro les quitaba el dinero. Dicen las doñas que los morros planearon por largo rato el atentado, cansados por tanta extorsión envenenaron unas papas bañadas en chile y se las dieron cuando fue a quitarles el dinero, para hacer más creíble la versión, dicen que el veneno lo proporcionó don Ramón, el dueño de la tienda, para cobrarse las viejas ofensas.
Miré cuando el Chico cayó en medio de la calle, quedó con el rostro al cielo, me vio y algo dijo, tal vez pidiendo ayuda, pero solo sonreí, imagine todo, menos que moriría; sus ojos giraron hacia atrás como las canicas de la lotería, tembló como si lo estuvieran electrocutando y después lanzó un largo suspiro.
Hace ya tiempo de su muerte, a nadie le conté que lo vi en su último momento, no sé quién lo encontró, lo seguro es que más de uno se sintió satisfecho. La policía solo agregó el cadáver a las estadísticas, la guerra contra el narco tenía poco de iniciada y con tanto muerto uno más no importaba. No supimos dónde quedó su AK-47 y la troca, la casa donde vivía fue invadida por una pareja joven.
A veces paso por donde murió el Chico y pareciera que lo veo ahí, con sus ojos como de huevo cocido, pocos lo recuerdan, ahora es un rumor entre los adolescentes, una especie de comic para las caguamas banqueteras, un Robin Hood digno de imitar. El barrio no recobró la tranquilidad, llegaron o nacieron más Chicos, igual o peor que el primero, su recuerdo solo depende de los que lo conocimos, cuando pasemos al otro lado él morirá por fin.
Francisco Luján (Navojoa, 1989), escritor de a veces y cronista a medias. Planea publicar un libro de cuentos policiacos en futuro no muy lejano.