
Martín Salas Dávila
Decisiete de mayo del dos mil diecinueve, dentro de los eventos organizados para el Festival Kino en Magdalena, Sonora.
Siendo un estudiante en los últimos semestres de la carrera, Literaturas Hispánicas, buscaba con desesperación una oportunidad para hacer mis prácticas profesionales y así cumplir con uno de los requisitos más importantes para la titulación a nivel licenciatura. Quienes están en mi situación lo entenderán. Ya andando en las últimas la estancia en la universidad tiende a volverse claustrofóbica, los salones parecen más pequeños, con los días. Para un estudiante en estas condiciones la principal motivación es el hecho de tener un título y con él salir para empezar a forjar una vida laboral estable. Los sucesos que voy a relatarles inician meses atrás, cuando conocí personalmente al escritor y periodista Carlos Sánchez, gracias a una publicación en Facebook. El anuncio citaba: “Se solicitan practicantes de literatura o comunicación para labores de periodismo”. Ante varios intentos fallidos por participar en medios de comunicación locales, este cartel electrónico fue como algo caído del cielo. Sabía de la existencia de Carlos Sánchez por sus libros y por sus labores en talleres de escritura creativa en centros penitenciarios. Lo había escuchado alguna tarde en algún Festival de la palabra, evento que se celebra año con año en el Departamento de Letras y Lingüística de la Universidad de Sonora.
El vato no aspiraba a la pulcritud, me gustó su sencillez, no comulgaba para nada con la imagen clásica del escritor. Me identifiqué con su forma de hablar, suelta y con un léxico propio de los barrios de la capital. Quizá por eso me cayó tan bien. Después lo leí. Me gustó, hasta entonces no me había topado con nada parecido dentro de la literatura sonorense. Nuestro encuentro se dio años después, a finales del 2018, como les había comentado fue gracias a una publicación en redes sociales.
Inmediatamente me puse en contacto, antes de que me dieran gane. Me citó al día siguiente en la Plaza Hidalgo frente a las oficinas del Instituto Sonorense de Cultura. Ahí me presentó a Alejandra Olay, coordinadora de información y difusión cultural del ISC. Quedaron en darme los pormenores de mis tareas a la mañana siguiente. Explicaron que mi quehacer consistiría en cubrir eventos culturales organizados por la ya mencionada institución. Después me dieron Las celdas rosas de Sylvia Arvizu. Hazle una reseña, dijeron. Supe disfrazar mi escasa experiencia y respondí, claro, no hay problema.
Había hecho reseñas para artículos académicos en la universidad, también para otro tipo de textos: novelas, cuentos, poesía, escritos que solíamos analizar con rigor científico en los cursos de la licenciatura. Les llamábamos entonces reportes de lectura. Fue entre el cuarto y sexto semestre cuando el maestro Francisco González nos advirtió que todo ese tiempo los maestros nos habían estado engañando y que lo que conocíamos nosotros, inocentes palomitas, como reportes de lectura eran en realidad reseñas. No lo hizo con esas palabras pero lo dio a entender. Aun así no era lo mismo, los lectores ahora serían variados. La reseña no iba dirigida solo a un maestro o maestra que probablemente por contratiempos la leería solo por encimita. Ahora sería escritura para lectores diversos.
Devoré Las celdas rosas, Sylvia Arvizu tiene un ojo perspicaz, hace con las palabras lo que el fotógrafo con su cámara, hace retratos que más bien son relatos. Hice la tarea y es aquí donde inicia esta narración.
Me sorprende cómo Sylvia Arvizu desarrolla todo tipo de situaciones que se viven en “la pinta”, desde las más amables hasta las más desagradables. Sus crónicas calan hondo, algunas dejan al lector con un nudo doble en la garganta, otras sorprenden por sus destellos de esperanza, otras más dan cabida a la risa, al amor y demás pasiones. Es contradictorio, pero para ser un libro que nació en el amargo sabor del encierro no puede evitar ser dulce, tierno en algunas de sus historias.
Sabía casi nada sobre el caso de Sylvia, comencé a redactar mi reseña desde mi experiencia como lector y no desde el controvertido desenlace de la autora. Supe de Sylvia por su literatura, que llegó a mí por obra de Carlos y Alejandra. La situación de la autora la conocí conforme seguí involucrándome con gente allegada a ella. Hasta ahora no la conozco personalmente, me gustaría hacerlo para demostrarle mi admiración. Si supiera lo que me he paseado gracias a su libro quizá me reclamaría.
Anécdotas sobre la cárcel sobran en mi colonia, algunos de los vecinos con los que crecí crearon un vínculo más que amoroso con ella. Esto y los saberes adquiridos a lo largo de semestres fueron los que me ayudaron a construir mis argumentos a la hora de elaborar el texto. A pesar de los errores gramaticales y de sintaxis, a pesar de los comentarios de sobra, la reseña se publicó en el portal del ISC el 12 de diciembre del 2018. Aún se encuentra disponible para aquellos y aquellas que quieran dar rienda suelta al morbo y busquen carcajearse o en su defecto molestarse. Yo les recomiendo que no la lean, aprovechen esos minutos en algo mejor. A partir de la publicación se vino una oleada de presentaciones. Las primeras dos en reclusorios para menores infractores de la ciudad. “El Intermedio”, destinado a los varones y “La Granjita”, para las damas.
Era febrero. Iniciamos en “La Granjita”, se ubica para el lado de Las Minitas. Carlos y su servidor fuimos bien recibidos por las autoridades del lugar, pasamos por la revisión y dimos un tour. Las chavalitas cuentan con buenas instalaciones. Es un lugar pequeño con un leve sistema de vigilancia, pocos guardias se paseaban por la zona, lo contrario al Intermedio. El perímetro del edificio se compone por el auditorio, los dormitorios, las oficinas, una biblioteca y un salón de clase decorado por las mismas internas. En el centro existe un patio amplio usado a la vez como comedor y área de recreo. Frente al auditorio se levanta una fuente bajo un tejaban. Las muchachas esperaban sentadas a su alrededor. Eran menos de veinte, casi todas, según me contaron después, estaban ahí por complicidad, por robo o por delitos contra la salud. Subrayo que hay sus excepciones. Hay quienes cumplen condena por algo más grave, homicidio por ejemplo.
Vestían uniforme de educación física, pants azul y playera blanca. Una de ellas cargaba con un bebé de tres meses mientras las demás reían de las gracias del pequeño. Era como si todas estuviesen cuidado al recién nacido. El cuadro se asemejaba a una representación humana de La última cena, solo que en lugar de un Jesucristo eran un pequeño y su madre quienes ocupaban el eje central. Cuando entramos al auditorio una mesa decorada con flores artificiales y dos botellitas de agua encima nos esperaba. Nos sentamos y dimos inicio a la charla. Carlos introdujo, yo continué hasta cerrar con unas lecturas.
No soy bueno dando mis opiniones ante un grupo de personas, no fueron mis percepciones las que me salvaron, sino los relatos contados, o sea las palabras de la autora dichas desde mi voz. El libro habló por él y quien hablaba en él era Sylvia. Les leí El robo, anécdota bastante graciosa sobre un encontronazo entre dos carnalazas del alma. El ring donde se libra la batalla, el escritorio de una funcionaria del penal. Ambas se acusan de robarse algo valioso, pero la víctima termina siendo otra persona, un tercero, ¿O tercera?, la verdad no recuerdo. Es una historia que merece ser leída, nos habla sobre cuestiones muy cotidianas dentro de aquel universo del cual solo se esperan desgracias. El resultado es bastante cómico, peca de irónico. Con esta breve narración Sylvia nos hace ver cómo dentro de lo malo siempre existe una entrada para lo bueno.
Fueron eso y mis ensayos días antes – en los que estuve gritando las líneas de Sylvia como desquiciado y con libro en mano frente a un espejo – los que hicieron que atrapara a las morrillas y se sintieran algo interesadas. Conste que esto último lo comentó la directora del internado, no es cosa mía. Se hicieron muchas preguntas, casi todas contestadas por Carlos. Aprendí más sobre el proceso de la obra aquel día. Me dispuse a salir mientras Sánchez arreglaba unas cosas con Gilberto Landeros Santini, una persona de quien les hablaré más adelante. Nos despedimos de las muchachas y de los encargados. Ahora quedaban los morros.
La mañana del día siguiente esperábamos fuera del Intermedio. Una guardia abrió, se llevaba bien con Sánchez. Era guapa, alta, altiva:
-Qué hacen aquí – preguntó.
-Venimos a presentar el libro de la Sylvia – contestó Carlos.
-¿De la Shiva? Respondió medio sorprendida. Así se hacía llamar Sylvia cuando era conductora en La Kaliente, estación de música grupera muy escuchada por el proletariado hermosillense.
-Simón, de esa mera – interrumpí yo.
Se lo pasé a la uniformada y lo hojeó un rato mientras nos registrábamos. Lo devolvió.
-Pasen – dijo.
Esa fue la primera revisión. Caminamos hasta el patio, un cerco de malla se levantaba antes de entrar al edificio. Estaba custodiado por dos guardias y había cámaras, supuse que era la segunda revisión. Entramos y no nos adentramos más allá de esa zona, esperamos a que bajaran a los muchachos al aula donde impartiríamos la charla. Entraron en filita. Como secundarianos se uniformaban con pantalón beige y camisa polo, blanca, tenis negro y cinto. Llevaban la camisa fajada. Uno de ellos rompió con la armonía de la marcha y se nos acercó. Carlos lo conocía bien, lo deduje cuando le preguntó si aún tenía pesadillas. El morro de 17 años es originario de Caborca. Después supe su historia, nada que un narcocorrido no pueda contar. Estaba ahí por homicidio. Con ademanes detalló el hecho. Le dieron la orden de ir a “levantar” a aquel vato. Tarea simple. Lo difícil fue cuando al dar con él dieron también con su novia. Se hizo lo que se tenía que hacer pero había una testigo, no sabían cómo proceder. Ante la incertidumbre le da a la muchacha una opción, dejarse dar un beso y así salir librada de todo aquello. Tomó a la joven por la cintura y unió sus labios a los de ella, luego una detonación. El rostro de la muchacha le salpicó toda la cara. Aún se recuerda empapado de sangre y sesos. Más detalles no puedo dar.
Después de haber recibido ese puñetazo de realidad decidimos ir al salón. La estrategia fue la misma. Carlos introdujo, yo concluí. Les leí, al parecer se encantaron. Tratamos de encausar la charla por el lado de la creación y el desarrollo personal. Buscábamos que los chavalos se sacaran de la cabeza la idea de que estar allí es tirar tiempo. Explicamos que cualquiera podía ocupar sus lugares en ese recinto, que todos y todas nos encontramos cobijados por la sombra del error. Queríamos demostrarles que siempre existe una opción, la de crear. Que si veían su estancia en aquel lugar como una pérdida era un problema de percepción. Había muchas cosas por hacer, desde un libro hasta pintar, aprender carpintería, algún idioma y con ello ponerse a prueba, crecer y ampliar sus horizontes. Para explicar lo anterior tomamos como ejemplo a la autora, quien mejor que ella.
Al finalizar la plática algunos chavos se nos acercaron a despedirse. Dos de ellos, muy inquietos, me hablaron sobre los plaquettes donde habían sido publicados. Aquí es donde entra la figura de Gilberto Landeros Santini. Este señor se ha dedicado a dar talleres de escritura creativa en los centros ITAMA, también se ha encargado de antologar los textos que en él se escriben, de editarlos, elegirlos y publicarlos en la fanzine Pro -visional que se distribuye entre las familias de los internos (as). Miedos desde adentro es otra publicación del mismo tipo. Esta es una labor admirable para un estudiante de literatura. Sigo pensando que faltan más personas con los mismos intereses, por ahora solo conozco a tres, a Santini, a Sánchez y a Selene Carolina Rmírez. Al salir del penal la guardia volvió a interrogarnos, había estado en la plática. Preguntó dónde podía conseguir un ejemplar. Carlos y yo nos volteamos a ver, pegó el chicle nos dijimos sin decir nada. Aquí tengo uno, le respondí. Se lo dejé.
Pasaron los meses, seguí con mis prácticas. Cubría eventos muy seguido, la mayoría relacionados con literatura. Los días se fueron rápido. Entre la chamba, la familia y la escuela. Visitaba a Sánchez y a su mamá Doña Martha. A su carnal el Noé también lo conocí. Me acoplé con él para levantar un pequeño jacal en el patio de la casa con material que él mismo había juntado en “las andadas” durante años. Al mismo tiempo publicaba en el portal MamboRock algunas reseñas y uno que otro cuento. Estuve un rato compartiendo con los Sánchez, me trataron muy bien. Carlos me mantenía al tanto de la situación en el ISC. Un día te van a marcar me comentó, para que vayas a presentar Las celdas rosas al Festival Kino en Magdalena. La verdad no le creí, cedí al escepticismo hace tiempo. Mi morra dice que suelo ser negativo, yo le respondo “realista, mi vida, realista…”
Un día Paco Rascón, conocido librero de las regiones centreñas de la ciudad, me invitó a presentar Las celdas rosas en una de las más alternativas y cooltureras librerías de este rancho zacatero, la Librería Hypatia. Acordamos hacer la presentación el 10 de mayo, día de las mamacitas. Rascón invitó a Selene Carolina, escritora y Doctora en Humanidades por la Universidad de Sonora, quien entrevistó a Sylvia Arvizu para Tierra adentro. Entre ella y yo hablamos sobre la obra y la vida de la autora. La asistencia fue concurrida, muchas fueron las mujeres interesadas en el libro y en la situación de Sylvia. Fue tan buena la respuesta que ese día el Paco bateó con los títulos.
Semanas después me entró una llamada, el compa Carlos no estaba equivocado, era Ramiro Ramírez Duarte, Jefe de Festivales del ISC. A toda madre, pensé. Me mandó una lista con los documentos necesarios para iniciar con mis labores en el Festival. Después de la odisea burocrática que hasta el día de hoy no termina – pues me hizo falta un papel – el viaje se llevó a cabo con éxito. El día 17 de Mayo estábamos puntuales. El fotógrafo y yo – el Ezequiel, alias el Eze – nos trepamos a la camioneta, de esas conocidas por la raza como “roba niños”. Íbamos nosotros; el vago, pícaro y dicharachero Luis, el chofer; también nos acompañaba una banda de rock pop. Eran cuatro músicos, la representante y un fotógrafo. Muy buena onda todos. Pido de antemano una disculpa por no recordar el nombre del conjunto musical, era algo con el número cuatro. Son de cuatro creo o Te pongo en cuatro. La verdad se borró de mi memoria. Durante el viaje mi compañero y yo leíamos, contábamos anécdotas y bromeábamos con los demás pasajeros. Llegamos rápido a Magdalena. Luis es una especie de Toreto nacido en algún barrio de Hermosillo.
El tiempo que estuvimos arriba de la camioneta estuve organizando mis ideas. Tratando de estructurar mi charla, acordando con mis otros yo sobre la manera en que debía empezar y terminar la exposición de Las celdas rosas. No quería abundar mucho en la vida de la autora, lo importante es la obra literaria, me repetía. Llegamos a la plaza central de Magdalena, ahí donde están los restos del Padre Kino y la famosa capilla del pueblo. Nos dieron una caja de libros destinada para la biblioteca de los chicos del CERESO Magdalena. Volvimos a montarnos a la camioneta. Tardamos en dar con el recinto. Conforme nos íbamos acercando el edificio volvíase cada vez más majestuoso, tanto como una casa del terror. La fachada es amarilla, se camuflajea con el pasto seco y la tierra café. En cada arista del complejo se levanta una torre de vigilancia.
-¿Y si nos dejan adentro? – preguntó el Eze.
– Mejor, así ya no pagas renta. Pasto, corral y agua gratis – le contesté.
– Tienes razón, servicio cinco estrellas – respondió.
El primer reten es una habitación de 6 x 4 aproximadamente. Ahí un guardia hace el registro después de pedirte alguna identificación. Luis pasó, dejó la caja de libros y desapareció sin dejar rastro. Pasamos a la recepción, ahí otro guardia corroboraba que todo estuviera en orden. Esperábamos a Ramiro Ramírez mientras el director del penal y su secretaria nos informaban sobre los aconteceres dentro de aquellas paredes. Se escuchaba ruido de máquinas, olía a aserrín. Adentro los reos trabajaban en los talleres de oficios ofrecidos por la institución. También se les da escuela, primaria y secundaria. Después de tomarnos una foto sin perder de vista el retrato de la gobernadora, pasamos a llevar a cabo la presentación.
Entramos a las celdas. Una, dos puertas de seguridad. Cada una custodiada por un guardia. Entramos a una especie de aula con bancos parecidos a los de las primarias públicas de los 80s. Varias jabas servían de libreros. Títulos muy viejos y desgastados posaban sobre ellos. Una hilera naranja fue acomodándose en los mesabancos. Los internos llevaban uniforme de ese color, al meritito estilo de las prisiones gabachas. El director nos presentó. Frente a la mancha naranja di rienda suelta a la lengua. Salió lo que tenía que salir. Una vez más Sylvia me salvó. Muchos de los asistentes se identificaron con los relatos. Después de la plática varios cholos se me acercaron, preguntaron si era posible impartir un taller de escritura creativa en su biblioteca. Les dije que haría lo que estuviese a mi alcance. Me habían dado seis ejemplares de Las celdas rosas para venderlos, dejé tres ahí. Se notaba que había interés en el libro. Estuvimos conviviendo muy poco con los internos. El fotógrafo se dio la yuca retratando a sus nuevos camaradas de celda. No lo podíamos sacar de ahí.
Nos llevaron a comer, en el camino Ramiro me habló de otra presentación en la Biblioteca Pública de Imuris. Después de bajar el taco y dar una caminada por el centro de Magdalena nuestro Torero hermosillense pasó por nosotros. Salimos chicoteados, llegamos a la pura hora. El público era totalmente distinto, eran preparatorianos, la mayoría estaba ahí porque se los habían dejado de tarea. La participación fue mínima. Les conté sobre el contexto de producción de la obra, al ver que eso no resultaba tuve que leerles, tampoco pegó. Mi última opción fue hablarles sobre el caso de Sylvia, y ahí sí, pararon oreja. Sorprende mucho como a veces el morbo supera al talento, pero bueno, así es la raza. Terminado el evento el lugar se vació, solo un adolecente se me acercó y me pidió un ejemplar. Preguntó a qué me dedicaba, le indiqué que estudiaba letras y estaba ahí injustamente, que una reseña mal escrita me había dado un lugar que no merecía, pero como no hay culero sin suerte pues ahí andábamos. Lo ideal hubiera sido que fuera la misma autora quien diera conocer el libro, sin embargo se encontraba indispuesta. El chavo soltó una carcajada. No todo fue echarme tierra, también le mostré que podía ilustrarlo un poco sobre temáticas literarias pues yo también era escritor, en pañales, pero a final de cuentas escritor. Al chico le gusta la lectura, lo aprecié mientras intercambiábamos opiniones. Le caí bien. Nos pasamos los números de celular y ahí quedó todo.
Llegamos luego por unas ricas quesadillas, clásicas del lugar. Comimos hasta que nos salió el queso por los ojos. Después del delicioso entremés y la sabrosa plática nos fuimos directo a Magdalena. Vagamos hasta donde nuestra capacidad económica lo permitió, o sea, no mucho tiempo. Luego llegó la roba niños, y como los niños tenían rato esperando se montaron rápido. See you later, Magdalena.
La noche hermosillense nos recibió con su mar de luces, el Cerro de la campana nos abría sus brazos, bajamos de nuevo en Casa de la Cultura. Una vez libre de este encierro literario me puse a escribir la presente crónica.