Mi abuelo Agustín

De Voltear la hoja (ed. MAMBOROCK 2023, segunda edición, 140 pp.) compartimos con los lectores del MAMBO esta narración

Sylvia Teresa Manríquez

Cada que se conmemora la caída del muro de Berlín, recuerdo a mi abuelo Agustín. Él era de Colonia, una ciudad alemana que pertenece al estado o land de Renania del Norte-Westfalia. Su nombre en alemán es Köln. Se ubica a orillas del río Rin.

Su padre fue un Capitán mexicano destacado en aquella tierra durante la época de la primera guerra mundial, allí conoció a su esposa. Debido a lo difícil y peligroso de los territorios en guerra el Capitán decidió traer a la familia a México, al DF (hoy Ciudad de México). Mi abuelo Agustín no dejaría este país nunca.

Mi madre, orgullosa, de vez en cuando muestra el acta de nacimiento original de su padre, digna de un museo, una hoja amarilla y partida por el paso del tiempo, con palabras inentendibles para mí, que no comprendo el idioma alemán.

Ver ese documento me llena de emoción. Tenerla en mis manos es como tocar el origen de mis raíces, una breve explicación del color de nuestra piel, los ojos azules de mi madre, y tal vez, del carácter duro y difícil, por no decir testarudo, que a veces dejo ver. Ese documento es el lazo entre mi presente y un pasado que solo conozco por historias y relatos.

No sé porque mi abuelo vino a Sonora, a Hermosillo. Lo que sí sé es que se enamoró de mi abuela, se casaron y procrearon a mi madre y su hermano. Un día mi abuelo se fue, los dejó cuando mi madre sólo tenía dos años de edad. Su esposa enfermó y murió.

Cierto día de la adolescencia decidí que quería conocer a mi abuelo alemán. Con emoción e incertidumbre escribí una carta en la que expliqué quién soy, quién es mi madre y el resto de mi familia, así como del deseo de conocerlo. No imaginé la impresión que le causé, él me contó en su respuesta.

Fue la primera de varias cartas que intercambiamos. Me narraba episodios de su vida, su familia en el DF, su enfisema, y su gusto por conocerme. Yo describía mis días de secundaria, las actividades de cada miembro de mi familia y mi deseo de darle un abrazo. Durante mucho tiempo ahorré el dinero del receso con la idea de ir a conocerlo porque él no podía viajar; sin embargo, murió antes de que yo pudiera conocerlo.

Cada vez que el muro de Berlín celebra un aniversario más de su caída, me pregunto qué pensaría mi abuelo Agustín. ¿Sentiría tristeza por su país dividido? ¿Guardaría algún buen recuerdo de su natal Colonia? Nunca lo sabré. Pero adivino que celebraría conmigo la desaparición de tan ofensiva barrera, el muro de la vergüenza. A él no le tocó que los habitantes de una misma ciudad, divididos por fuerza, tuvieran distintos pasaportes, dependiendo del lado del muro en que les había tocado seguir viviendo. Dos países, una nacionalidad.

Trato de imaginar a las familias reuniéndose, encontrando que después de veintiocho años separados las cosas habían cambiado. ¿Cuántas no pudieron reencontrarse? ¿Cuántos niños y niñas crecieron sin entender la existencia del muro? O peor aún, haciéndolo parte cotidiana de su vida. Amores perdidos, ilusiones truncadas. Sabores, olores, texturas y hasta colores que se fueron perdiendo, que se están reencontrando, como yo reencuentro hoy el recuerdo de mi abuelo Agustín.

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