Silvia Rousseau
Era pequeña con la mirada clara, manos trabajadoras carentes de cuaderno y lápiz. Su padrastro, un cargador de pobreza, agregó hermanos a la familia, mientras desperdiciaba la mitad de la raya en la cervecería junto a desconocidos tanto o más briagos que él.
El santaclós no traería nada nuevo a los niños, sólo frío. Esa tarde la madre tomó los ahorros, consiguió lo necesario y preparó tamales, dos para cada boca y acompañados con frijoles serían la mejor cena del año. La mujer puso a hervir unos tallos de canela y alimentó el fuego con trozos de madera. La masa quedó lista, la mujer distribuyó una cucharada sobre las hojas de elote y veía las caras sonrientes de los críos que, felices, no podían esperar a ver los platos servidos sobre la mesa sin mantel y debajo del mueble el gato cazando los mendrugos caídos en el piso de tierra. La olla empezó a despedir el inconfundible aroma de la masa cocida.
La pequeña divisó la silueta del hombre en la puerta, corrió con los hermanos al rincón oscuro replegándose en las colchas dónde intentaron pasar inadvertidos.
La novela diaria: una voz aguardentosa y dominante, la discusión amenazante, maldiciones y los golpes de siempre, los sollozos quedos como era costumbre. La madre se refugió en la esquina del cuarto junto a los plebes.
La mujer lloró. Los niños hambrientos escucharon las voces hasta dormirse. Los tamales flacos preparados con ilusión de colores verde y rojo, terminaron en la barriga de los ebrios que invadieron la vivienda, compas del papá. Sin culpa ni congoja dejaron la olla vacía, y siguieron bebiendo hasta que el sol anunció la Navidad.
El padre los abandonó, fue lo mejor que hizo en su vida. La madre es abuela y la pequeña una mujer. Los tamales que ella nunca probó, siguen viviendo en la niña que lleva en un rincón de su memoria, aunque aquello no le duela.