Los Niños de la Estación Leningradsky (Documental)

Ilustración: Alfredo Acedo

Clásicos de Nuestro Tiempo

Luis Álvarez Beltrán

El ganador del Premio Herralde de Novela 2017, el español Andrés Barba, al referirse a su laureada obra República Luminosa cita dos influencias: Joseph Conrad, cuyos cuentos completos se encargó de traducir; y el cortometraje Documental del año 2005 Los Niños de la Estación Leningradsky, obra nominada en la categoría a Mejor Corto Documental en la Edición de ese año de los Premios de la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas, los famosos Oscar.

Si la novela República Luminosa cuenta la historia de un grupo de treinta niños que súbitamente aparecen en una comunidad tropical, junto a un río y una selva, y a partir de una ola de violencia provocada por este curioso fenómeno social, se emprende una visión distinta, profunda, descarnada, de los conceptos de orden y violencia a través del crisol de la infancia y sus infinitos accidentes, no es este el momento ni la oportunidad de ahondar en las evidentes virtudes y la probable fascinación de la novela que ha logrado crear este joven español de quien la Revista Granta ha dicho que es una de las mejores plumas jóvenes del habla hispana. Los lectores de Mambo Rock que asistan a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2017 tendrían la oportunidad de asistir a la noche de gala de la Editorial Anagrama para la presentación estelar de esta novela y de su autor y desde luego adquirir y leer este libro. Otros ganadores recientes de este premio son los mexicanos Álvaro Enrigue, por Muerte Súbita, y Guadalupe Nettel, por Después del Invierno.

La razón principal que convoca a este texto es otra disciplina del arte: El Cine. ¿Es el cine el arte más sensorial por las ventajas de su plasticidad visual y narrativa? A saber. Todas las artes son las más sensoriales de todas las artes, depende de la obra y de la experiencia personal, individual. La importancia del género Documental en el cine es la misma importancia del género de Ensayo en la literatura. Algo cercano al periodismo y algo cercano a la crónica. La descripción de un fenómeno social desde fuentes e imágenes directas, bajo la premisa de una idea artística, ofrecen al público una válvula de escape a las insustanciales tramas del cine comercial. Muchas veces los documentales fomentan la difusión de fenómenos sociales que hablan de una problemática aguda traducida en una injusticia que debería ser intolerable e informan al gran público acerca de grandes verdades que suceden y que un 999% de la población mundial no se da por enterada. Escribí bien: un novecientos noventa y nueve por ciento de la población mundial. Como cuando le dices a tu novia que tu amor por ella es del 200% y cuando le dices a tu jefe que tú estás comprometido con la empresa en un 110%. Tal vez el género del Documental en el cine tuvo su momento de boom publicitario por medio de su exponente máximo de aquellos años, Michael Moore, por medio de sus obras Bowlin for Columbine, sobre la terrible masacre en una secundaria en los Estados Unidos, o Farenheit 911 la temperatura a la que arde la democracia de los Estados Unidos, sobre los atentados terroristas del 11 de Septiembre de 2001. Aunque los mejores documentales de Michael Moore son probablemente otros, el estadunidense de Michigan hizo voltear los ojos del mundo hacia este tipo de películas. Pero los documentales volvieron a la misma sombra en la que todo el tiempo han vivido, filmes escasamente proyectados fuera del interés de un reducido grupo de interesados en los problemas más graves, más hondos y más recónditos que sufre la humanidad. Y los seres más vulnerables de esta humanidad.

Referir la obra literaria de Andrés Barba para hablar sobre la cinta documental Los Niños de la Estación Leningradsky, se hace sólo para patentar que los artistas, los creadores, se inspiran fuertemente, directamente, en los hechos de la realidad para elucubrar y maquinar ficciones que nos hacen repensar y reflexionar asuntos que muchas veces tenemos preconcebidos, asumidos y dados por hecho. Andrés Barba problematiza la cuestión. Pero la fuerza desgarradora del documental que trata sobre los niños que viven en los agujeros subterráneos, verdaderas cuevas inhumanas, de la estación del tren de Leningradsky en Moscú es lo que vale la pena presenciar, accediendo a un material artístico de enorme valor informativo y referencial, a más de una experiencia sensorial bastante única, sin extrañar (y sin dejar de hacerlo) el hecho de acceder a la lectura de República Luminosa del español Andrés Barba.

La película a cargo del dúo polaco  Andrzjei Celinsky y Hanna Polak, presenta los rostros en close up, los personajes, los ambientes, los lugares, de ese terror ubicado en los agujeros subterráneos de la estación de trenes en Moscú, con una narrativa inequívoca de una veracidad sin cortapisas logrado con la cámara en mano, a centímetros de la escena, donde lo nauseabundo y el peligro se respira y palpita a toda hora. La constante del filme son las razones de los niños, sus argumentos, su actualidad, su día a día espeluznante, la normalidad de su contrito corazón en situación extraordinaria, el infierno en la tierra. El deber ser de este filme es la denuncia y la creación de conciencia. Ese lugar debe desaparecer. Esas vidas deben ser reivindicadas, salvadas. Entre todo un mar de imágenes de un mundo ignominioso, hay una sola escena que por sí misma ocasiona en el espectador una especia de trauma, de obsesión, que hace que uno no pueda sacarse esta historia de su mente en un buen número de horas. Se necesita dedicarse a algo bueno en la vida para librarse de esta imagen. Ustedes la reconocerán y la percibirán. Han  de hacer su personal lectura.

En el libro El Final de las Nubes, de Ricardo Chávez Castañeda y Celso Santajuliana, un grupo de niños del otrora Distrito Federal viven en el subsuelo de las alcantarillas de la gran ciudad. Ahí se drogan, ahí crean su mundo inverosímil. Tan inverosímil como real. Sólo el arte es capaz de quitar la descubrir la careta de la realidad en un país como el nuestro. La meritoria obra dedica no pocos capítulos a describir la vida de estos chicos en el centro urbano por excelencia de nuestro México primermundista, la turísticamente llamada Ciudad de los Palacios tiene sus propias “ratas” humanas escondidas, invisibles, ocultas, pero no por ello inexistentes. Lo que con esto se quiere decir es que la vida de Los Niños de la Estación Leningradsky la tenemos aquí, en México, a la orden del día.

La heroína de la extraordinaria novela Artemisa Café, del joven chihuahuense Israel Terrón Holtzeimer, después de un hecho familiar que cimbró sus entrañas hasta traumatizarla, acaba sobreviviendo su niñez en las mazmorras de la ciudad, ese submundo de las alcantarillas donde el agua, las ratas, la violencia, la prostitución infantil, la vuelven consubstancial al dolor, para emerger, como si fuera un verdadero monstruo, como la revolucionaria que incendiará al país y convulsionara su vida institucional de Estado No Fallido, proponiendo una aventura tan emocionante y divertida pero tan improbable como ignorar de forma voluntaria que los que gobiernan México son ladrones cuya ley los protege, cuya policía los resguarda, cuyo ejército los legitima, cuya máquina de corrupción se retroalimenta cada día… en una estimulante novela cuyos diálogos entre el personaje que es el Policía Federal Federico Rascón y su cándida pero descreída novia, la joven Artemisa, son un verdadero deleite. El tema de la infancia marginada y violentada socialmente está por todas partes. La negligencia y la mentira también hacen su parte en la historia de la Guardería ABC.

El filme canadiense del armenio Atom Egoyan “Un Dulce Porvenir” (1997), a partir de la novela homónima de Russell Blanks,  es otro buen ejemplo de cómo el arte aborda las injusticias que ocurren en el mundo y que involucran a los niños. La película se aprovecha de una tragedia colectiva de efectos indecibles para los familiares de las víctimas, ocurrida en un pequeño pueblo de la tundra, y desde ahí desvela en una sub-historia el terrible crimen moral que se vive hacia dentro de varias familias de la trama, crimen que se camufla de normalidad por medio de un fingimiento adulto que avasalla la mente de los chicos.

En el año 1998, en un largo paseo en un transporte público por la ciudad de Hermosillo, desconocida para mí, acompañando a un estudiante de ecología del desaparecido Cesues, mientras me emborrachaba con sus charlas acerca de la conveniencia económica y ecológica de la actividad de la cacería vía expedición de permisos, una decena de niños subieron al camión, eran niños de la calle, sus miradas eran como cuchillos a punto de ser lanzados, se peleaban entre ellos, se golpeaban, se maltrataban, se ofendían burlescamente, se apoderaban de las filas finales de asientos y desde ahí podían decidir libremente si robar a alguien, si golpear a alguien, si molestar a cualquiera de los pasajeros. Sus brazos delgados y morenos eran garras de músculos que nada tenían que ver con la niñez. Tenían entre nueve y trece años. Justo como la película documental que estamos refiriendo. Eso sucedió hace diecinueve años. La ciudad ha crecido. La drogadicción no sólo ha crecido sino se ha agravado. La aparición de la droga llamada cristal ha originado una crisis de salud pública y ha aumentado los índices de inseguridad. Como sociedad y como individuos tenemos mucho que hacer para evitar que todo se salga de control. Esperar que el gobierno lo resuelva es demasiado pedir. Ellos están ocupados en sus cosas: Conservar el poder. Disfrutar el poder.

Hace dos días se registró en la capital del Estado el homicidio de un joven de veinticuatro años a partir un asalto a mano armada. Se informa que los responsables son dos chicos de catorce y dieciséis años del Barrio Las Pilas de Hermosillo. La literatura Purobarrio de Carlos Sánchez en su máxima expresión. Como si la antropología y la sociología, y todos, el gobierno, las instituciones de seguridad pública, las escuelas, los medios de comunicación, la cultura y las artes, fuéramos tan sólo eso: ámbitos, ejercicios, sectores apartados que hablamos de las cosas, que las estudiamos y las comentamos, totalmente impotentes a que las cosas sigan sucediendo.

Hay que ver Los Niños de la Estación Leningradsky, porque la memoria es importante. Según la teoría del arte contemporáneo, la celebración de la memoria a partir de los monumentos, las estatuas, los aniversarios y los homenajes, los discursos oficiales, propicia el olvido entre la gente. Solamente el arte provocador, el dedo en la llaga de la herida, permite que los pueblos no olviden sus tragedias y que la ciudadanía siga luchando por la reivindicación de los derechos de las víctimas de la historia, como las madres de la Plaza de Mayo en Argentina, o así mismo en Chile, los familiares sobrevivientes de los desaparecidos por el régimen de Pinochet. Si bien el filme del que tratamos habla tangencialmente del paupérrimo legado de la era soviética en la Rusia de hoy, fue la crisis de 1992 la que detonó la miseria en la Moscú que recién se abría al mercado dolorosamente. La escasez de alimentos de aquel tiempo estaba igual o peor de grave que la crisis venezolana de hoy. Y desde luego, era menos mediática. No olvidemos que mucho de Rusia era rudimentario y su vida intestina se desarrollaba a espaldas de occidente y por tanto del mundo. La crisis económica de 1992 en toda Rusia originó el problema de Los Niños de la Estación Leningradsky, pero luego la economía rusa se recuperó, como toda economía de mercado experimenta un aparente auge sectorial o grupal; pero después, con todo el liderazgo mundial putiniano de la rusa del siglo XXI, el problema de los niños de Moscú permaneció… y aquí está. Aquí lo tienes, para que lo conozcas, para que veas a través de los ojos de esta cinta lo mismo que sucede alrededor nuestro.

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