Bruno Herley
El tableteo del helicóptero espantó a los pájaros, por debajo del aparato las parvadas iban de un árbol a otro o en línea recta desaparecían en el horizonte. Los ladridos de los perros venían desde alguna casa o esquina. Sería un viernes cualquiera, pero las ráfagas de fusiles de asalto cortaron el aire y desde días antes cargábamos el espanto de la desaparición de cuatro jóvenes en pleno centro de la ciudad.
Todo empezó al poniente de Guaymas, la persecución a unos sicarios terminó en el cateo en una colonia privada, horas más tarde vendría la balacera hacia unas casas en una colonia popular, al anochecer volverían a tirotearla, en el inter hubo tiempo para ejecutar a una persona en otro lugar, al día siguiente levantarían a un hombre en la carretera frente a la Comisión Federal de Electricidad, al siguiente un hombre en Empalme sobrevivía a un atentado, pero cometió el error de regresar a su casa y los sicarios aprovecharon para terminar el trabajo, asesinándolo ahí mismo.
En las dos ciudades, el chillar de patrullas y ambulancias iban de a extremo a extremo, a su paso embarraban todo con sus luces rojas. Con tanto ajetreo, uno sentía la casa pequeña, la paranoia en las redes sociales, entre ambas daban una seguridad extraña, como si uno estuviera en otro lugar. La violencia, poco a poco, era esterilizada, aparecía el morbo por ver la carnicería, la burla en los comentarios a tiempo real, la desgracia ajena puesta bajo las luces de un teatrino. Nos sentimos a salvo con el teléfono en la mano, el hogar pasó a ser la celda más segura en este manicomio. En uno de los asesinatos, madre y esposa pelearon por el cadáver ante las cámaras de los celulares, todo era algarabía en la trasmisión, después llegaron las opiniones morales para digerir aquello, para apaciguar el miedo.
Los días pasan y el silencio es un velo detrás de las palabras, la violencia no termina con los muertos en los anfiteatros, se convierte en un aire denso en los pulmones. El discurso del narco llegó en dos mantas colgadas en los puentes del puerto, también ellos dan su opinión, y acusan, señalan, el combate ya no solo es en las calles, también es en la apreciación de la realidad, son personas proactivas que su prédica la enlazan a los hechos. Lo dicho por ellos tiene la singularidad de tener repercusión en todos los estratos sociales, revelan lo que está debajo de la mesa, mentira o verdad, aprovechan la corrupción y secrecía de las autoridades para presentarse como una vía de información veraz, la mayoría no lo cuestiona, recurren a burlarse de los señalados, al chascarrillo en las paradas de camiones. Lo que el narco denuncia nos empodera, nos invita a formar parte de las cofradías de poder, nos vuelve expertos en materia de seguridad pública, entonces la culpa recae en gran medida en las autoridades, no en quien jaló el gatillo. Llenaron de rumores a la ciudad, impusieron su agenda, ellos mismos tienen la capacidad para generar sus propias coyunturas. Quien gobierna el puerto, Sara Valle, solo atinó a desestimar lo ocurrido y acusar a sus adversarios políticos, pero ella, sin saberlo, ha pedido una carga de prueba al hampa: onus probandi. Sus declaraciones atropelladas, sin estrategia, pueden generar más violencia. No cabe la mesura en estos tiempos.
Las palomas vuelan de plaza en plaza, la gente, en su trajín diario, va de un lado a otro con sus bolsas de mandado, los carros, con sus ruidos diarios, pasan a velocidad moderada por la calle principal. El ambiente es fresco, el olor a mar llega desde el muro. A simple vista pareciera una ciudad tranquila, con el único discurso de la cotidianidad. Si alguien llegara a conocer por primera vez Guaymas, pensaría que es un buen lugar para vivir, que acá no se mata, que acá, lo más notable que sucede, son los chismes de barrio. El desengaño de quienes habitamos el puerto no es de este año, viene de tiempo atrás, muy atrás.
Bruno Herley. Ha publicado en antologías de poesía y cuento, tiene una novela corta de nombre Dios es solo un nombre (cómo matar un pájaro con marketing), disponible en Amazon.