La Ruta del Hierro

Migde Pino

La imponente línea de hierro sobre tierras sonorenses pareciera que fue construida para dividir.

Unir, era su principal objetivo.

El tren es fuente de inspiración para muchos y para otros simplemente es la temible bestia.

Magdalena de Kino, Sonora, está dentro de la línea ferroviaria, construida en el tramo Empalme –Nogales, motivo por el cual la hace parte de la Ruta del Hierro que es conformada por nueve municipios: Empalme, Guaymas, Hermosillo, Carbó, Benjamín Hill, Santa Ana, Magdalena, Ímuris, y Nogales.

Desde el inicio de la construcción del ferrocarril en 1880, y a partir de que se iniciaron sus actividades el silbato del tren, éste se escucha varias veces durante el día (y la noche) anunciando su arribo.  Algunos se refieren al tren como “El gallo” o “El despertador” que nunca falla porque se escucha desde cualquier punto del pueblo y porque, evidentemente, despierta a los pobladores.

En búsqueda de información referente al ferrocarril en Magdalena, visité el edificio de su antigua Estación que se encuentra a lado del río Magdalena. No me parece extraño el lugar, lo visito con frecuencia porque es un lugar excepcional para fotografías. Aunque tienen paredes sucias, grafitis, colillas de cigarro, sus vidrios quebrados permiten la fuga del olor a madera de los antiguos pisos.

El imponente edificio de dos plantas, se construyó a finales del siglo XVIII, hoy es un almacén al que esporádicamente visitan los ferrocarrileros.

Después de la privatización del sistema ferroviario en 1987, hubo poco interés por mantener el edificio histórico en buenas condiciones, solo tuvo una restauración en 2010 y luego quedó en el abandono, convirtiéndose en techo para indigentes.

En tiempos de lluvia la maleza crece, pero no impide acercarse a apreciar la obra arquitectónica edificada en el periodo porfirista, que buscaba ser un referente de identidad nacional que adoptara las más recientes tendencias importadas de Europa y Estados Unidos.

Frente al edificio, con mi cámara fotográfica, capto imágenes para el archivo. Imagino cómo era el lugar hace un siglo. El brillo de los rieles lustrados por la fricción del tren invita a la imaginación, reflexión e inspiración.

Miles de despedidas, recibimientos, tragedias, negociaciones, crearon la fiesta que consigo trajo el tren a Magdalena.

La colonia “La Estación” grita la historia en sus rojizas tejas quebradas, paredes cuarteadas, cercos de alambre y el correteo de los niños jugando futbol entre los durmientes, esos niños quizás son descendientes de quienes forjaron el hierro y colocaron las vigas hace 142 años.

Por ambos lados de las vías del tren se construyeron casas para que los trabajadores que venían en cuadrillas pudieran tener un lugar para descansar y vivir el tiempo de empleo que les fue conferido.

El lugar se volvió de gran relevancia para los magdalenenses ya que la llegada del tren fue motivo para salir a pasear y recibir a los viajeros que buscaban consumir productos regionales en la pequeña escala que hacían en la Estación de Magdalena provocando así la detonación económica.

La colonia, aunque es antigua, tiene una calle amplia y muy limpia, las familias que viven en las casas del Ferrocarril dicen vivir muy tranquilas.

En una de las pequeñas viviendas de las cuales hice fotografías, encontré a un señor en el porche de su casa meciéndose en una poltrona.  Me presenté y le pregunté si él conoció o conoce a algún ex ferrocarrilero en la cuadra.  Sus ojos se abrieron muy grandes y señalándose a sí mismo me dijo que él es ferrocarrilero. Me invitó a pasar y tomar asiento, ambos sonreímos, hablamos sobre las familias a las que pertenecemos y de los conocidos en común.

Álvaro Flores Patiño dijo llamarse, mientras su esposa con cierta sonrisa se apresuró a entrar a su casa temiendo que le hiciera preguntas. Don Álvaro pronto accedió a responder mis inquietudes y más pronto que tarde él tomó la batuta de la conversación. “Mi papá era de Carbó… Antes las cuadrillas andaban de arriba pa’ bajo, y trabajó en muchas partes, así como yo.  Fui mayordomo y me dedicaba a la conservación de vías anivelando los durmientes. Mi rama de trabajo era de vías, trabajé en el tramo del kilómetro 77 al 105, de Ímuris a Santa Ana. Como había gente mayor que yo, no podía entrar a trabajar aquí en Magdalena, yo caí aquí en 1987 y ya me quedé”.

Don Álvaro me señaló hacia la acera de enfrente: “En aquellos años no había estas casas, solo aquellas de aquel lado, éstas las hicieron en el ‘77 y ya son de nosotros. Hicimos un contrato donde nos dieron casas porque nos descontaban renta, el veinte por ciento, y eso nos dio derecho a quedarnos con ellas.  Aquellas casas son todavía de contrato, todo aquel caserío que usted ve allá, sí está desprotegido, ahí sí no sé qué pasaría si Ferrocarriles algún día se las pide. Espero que no, ahí viven ahora las familias de los antiguos ferrocarrileros”.

Don Álvaro continúo meciendo y de pronto se detuvo, se tocó la barbilla y su mirada se elevó al cielo como tratando de poner en paz sus pensamientos para poder hablar de un solo tema ya que con la inesperada visita se le removieron los recuerdos.

De pronto el silbido del tren y yo interrumpí la entrevista para tomar video a la locomotora que pasaba ante nosotros justo en ese momento.  Regresé al porche y don Álvaro retomó su relato:

“Mi vida siempre ha estado relacionada con el tren, con decirle que nací en un vagón por allá en algún pueblo del Sur de Sonora mientras se movía la cuadrilla que a causa de un deslave de lodo y piedra. Por allá en Vícam pronto llegaron a avisar que había un deslave muy grande y que subieran todo a los vagones: tendederos, lavaderos de concretos donde lavaban a mano, subían tambos de agua. Platica mi apá que el deslave provocó un descarrilamiento y ahí nací de un golpe que se dio mi mamá: soy sietemesino. En aquella época se acostumbraba a que todo el tiempo se nacía con la ayuda de una partera, o sea que la partera tenía su marido ferrocarrilero y andaba con él siempre y había lugares en donde llegábamos y ninguna casa había. Y ahí venía siempre la partera, se llamaba doña Librada y ella era la que atendía a todas las panzonas, y pues ya sabrás, en el puro monte. Y había un tren que llegaba especial cada quince días, la mentada ‘Comisaría’, ahí la gente compraba mandado y solamente firmaba, la comida te tenía que aguantar para los quince días y no podías comprar cosas de más.  Se ponía en una vía aparte, eran como unos veinte furgones. Mi amá era maestra en esa cuadrilla porque antes las maestras no estaban en las escuelas, andaban con ellos. Yo creo que nací en Navojoa, pero ya después me registraron aquí, en Magdalena”.

Cada casa del Ferrocarril tiene su historia y entre las familias más populares del pequeño barrio están los Romo. Concerté una reunión con los hermanos Eloy y Omar Romo, el lugar del encuentro fue en la casa que fuera de sus padres y ahora pareciera ser una pequeña aldea donde ambos hermanos construyeron sus hogares y además tienen una milpa con elotes, forraje, borregos, conejos, perros, pareciera una granja completa. Y por qué no decir que los zancudos eran los más atentos en la plática ya que la entrevista se dio justo cuando la época de lluvia.

Eloy y Omar son personas de carácter afable y risueños.  Uno a uno fueron explicando muchos de los términos ferroviarios que me eran totalmente desconocidos.  Desde la perspectiva de los dos me relataron sus aventuras en el tren y la colaboración con su señor padre.

El abuelo Armando Romo Beltrán fue el primer ferrocarrilero de la familia que llegó a Magdalena, trabajó como oficinista y era originario del ejido “La Sangre”. Su hijo Armando Romo Robledo también trabajó de cajero, boletero y de patio. Y era el que tomaba la lectura de los carros de los patios.

Omar Romo cuenta que de niños les tocó trabajar en la vendimia o cargando trenes. Eloy cuenta que su padre no les daba dinero para las Fiestas de Octubre: “Nos daba frutas como granadas y membrillos para vender a la gente que venía en el tren. Hacíamos unas bolsitas y salíamos a vender, a los yaquis les encantaban las granadas.

“En el edifico había bancas de madera afuera y adentro en la sala de espera. Había una ventanilla como en transportes, arriba en el segundo piso era la casa del jefe de estación.  No tenemos fotos porque cuando fue la creciente se llevó las fotos y documentos, en 1978 subió el agua a un metro y medio.

“Nos tocó ver historias trágicas como mutilaciones, sobre todo a los yaquis que se quedaban dormidos o botados en las Fiestas de Octubre, (se dormían) en los rieles y si no nos dábamos cuenta el tren pasaba sobre ellos. O cuando pasó muerto el papá de los Cerdas, él trabajaba en un motorcito y él sacaba vías. Y una de las veces lo vieron pasar, pero ya iba muerto en el motorcito, fue y se estrelló contra el tren, pero ya iba muerto, ya se había infartado. Hubo trenazos, descarrilamientos, pero también nos tocó ver crecer la economía del pueblo.

“Aquí se cargaba en Magdalena todo el ganado para exportar y también llegaba el ganado de la enlatadora. Bajaban el ganado de la sierra, de Cananea, de todas partes, y lo vendían en la matanza de aquí. También la minería evolucionó ante nuestros ojos en el tren. Y los comercios locales como Librolandia, Ríos, Comercial Mexicana, recibían la mercancía”.

Magdalena al estar en un punto medio presenció grandes acontecimientos en la historia. La Revolución pasó por sus venas de hierro, los trenes llegaban a diario cargados de “pelones, caballos y cañones”. El primer combate aeronaval en el mundo se gestó sobre estos rieles con una carga valiosa: el avión adquirido por los constitucionalistas, bautizado como “Sonora”.

El avión lo compraron de contrabando en Estados Unidos, traído en piezas por ferrocarril y mulas. Atacó un barco durante hora y media en Topolobampo.

Venustiano Carranza, primer jefe del Ejército Constitucionalista en 1914 estableció su gobierno provisional en Sonora y pernoctó varias veces en Magdalena, aprovechando el tiempo para hacer dos bailes, ya que decían en ese tiempo como ahora, que las mujeres de Magdalena son hermosas.

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