La oferta de la semana: papa a $39.90

Texto y foto: Bruno Herley.

Cuando entré al supermercado La Ley, lo primero que vi fue a un niño embravecido, su disgusto, cualquiera que haya sido, fue suficiente para inundar de sus gritos al establecimiento; avance de la entrada al pasillo de jabones, diez metros, aproximadamente, y lo seguí escuchando con claridad. Fue el precio del jabón el que me sacó de la burbuja de los gritos: comúnmente costaba entre quince y dieciocho pesos y ahora costaba veinte con cincuenta. La realidad, brutal, me daba una bofetada, de esas que a uno lo dejan con un eco en la cabeza.

Pasé por el papel de baño, estaba unos pesos arriba más que la semana pasada, ¡hasta limpiarse el culo forma parte de los índices de recesión! Más adelante, después de dejar los pasillos de artículos para asearse el cuerpo, llegué a los estantes de alimentos procesados, miré que los precios subían entre más avanzaba: queso, yogurt, jamón, leche, pan de caja… todo, todo, ¡tooodo¡ in crescendo, el horror escondido en los centavos y en la tarjeta promocional de puntos. Algo me jaloneaba los calzones y las tripas, me cagaba en los pantalones.

Alcancé los pasillos de los enlatados, inundados de la promoción dos por uno, eran una franja amarilla que llevaba al patíbulo, a un lado, las personas desfilaban como zombis, hacían cuentas mentales, otros con los dedos, los menos con el celular; traíamos el espanto de recién llegados al infierno.

El marrazo final estaba por venir, al arribar a las frutas y verduras sentí la presión gravitacional mil veces más, como si estuviera en la cabina de un avión caza girando bruscamente. Miré los rostros desencajados, los carritos desolados y los precios estúpidamente enormes, el más llamativo era el kilo de papas, los números, debajo de la palabra oferta, escupían a la cara: treinta y nueve pesos con noventa centavos… ¡una ganga!, sin contar que era un producto de segunda: golpeado, sucio, de tamaño escuálido.

A la hora de pagar encontré un sin fin de artículos dejados a un costado de la caja, todos de la canasta básica: huevos, leche, frutas, verduras, etcétera. La cajera, con gestos de enfado, ni siquiera ponía atención a lo que marcaba, de manera mecánica, sin mirarme, le escuché decir el costo del mandado. Detrás de mí, una mujer bromeaba sobre si le alcanzaría el dinero, la hija, una adolescente vestida con blusa color rosa y pantalón de licra negro roído en las costuras, se retorcía a un lado del carrito mientras apretaba el smartphone y miraba a la madre como diciéndole que callara. Al frente, un hombre contaba las monedas en la bolsa del pantalón, logrando sacar tres pesos de propina, el viejillo paquetero no contó el dinero y lo echó a la bolsa del mandil, dando las gracias.

Salí de La Ley con el pecho endurecido y el resto del cuerpo vacío. Afuera, amontonada en la parada de camión, la gente glorificaba las horas frescas y maldecía que el primer frente frio pasara rápido. Un perro sentado al lado de la banca, contemplaba el azul profundo en la cresta de la tarde.

Encendí un cigarro y caminé a casa, tratando de olvidar lo que faltaba por pagar. El ruido de los carros era lejano, el puerto una ciudad fantasma.

*Bruno Herley. Ha publicado en antologías de poesía y cuento, tiene una novela corta de nombre Dios es sólo un nombre (cómo matar un pájaro con marketing), disponible en Amazon.

Deja una respuesta