La noche de la rosas

Tania Yareli Rocha Hernández

Hacía tiempo había un castillo de murallas impenetrables y numerosos pasillos, coronando con elegancia la colina más alta de Villa Escondida. Y aunque la torre principal era gloriosa y eminente, solo pocos se atrevían a entrar, debido a que el espíritu de la princesa Anell rondaba por el lugar.

 

Se trataba de un espectro de apariencia divina y secretos obscuros, que envolvía a sus víctimas a través artimañas, con el único fin de revelarles una verdad, una verdad a medias que terminaría por consumirles.

Algunos criados la habían avistado, entonces se tapaban los oídos y se alejaban despavoridos. Como resultado a la renuncia de varios de ellos, nuevos sirvientes fueron contratados, entre ellos Lena, una joven hermosa que llego a las puertas del castillo con su hijo Arturo, un pequeño que apenas le llegaba a los hombros.

El fuego de la chimenea era acogedor. Lena sentía entumidos los nudillos, pero continúo picando la verdura mientras la otra cocinera revolvía la crema de calabazas. Teresa era una mujer mayor, de pómulos pronunciados y de un carácter alegre.

Mencionó con cierta alegría:

―Lena, ¿has pasado por la construcción del teatro? Es enorme. Dicen que ahí será la próxima noche de las rosas.

―Apenas tenía unas semanas en la villa cuando conseguí este trabajo, no sé qué es eso de las rosas.

―Es una vieja tradición en Villa Escondida, el preámbulo del festival anual de las flores.

—Suena interesante. —Estiró la mano―. Pásame los filetes, para guisarlos.

Lena no se podía quejar, su estancia en el castillo había sido agradable. Tenía una habitación para ella y su hijo, además de tres comidas calientes al día y un sueldo que le permitía mandar a Arturo a la escuela.

Adelina, el ama de llaves, entró de repente con un sobre blanco abultado en sus manos. Echo un vistazo a lo que hacían y lo colocó en la mesa. ― Aquí está el dinero para el banquete de mañana y apúrense con eso, que los señores ya van a comer.

―Teresa, si quieres descansa, yo puedo ir sola. ―Se ofreció la muchacha deseosa de salir un rato.

―¡Bendita seas! ¡Este dolor de pies me está matando!

Al terminar de servir los platos, Lena recogió el sobre y se retiró en busca de su hijo, quien jugaba a los piratas en la fuente del jardín.

Arturo y su madre se marcharon al pueblo a comprar lo necesario para el banquete. Cuando salieron de una de las tiendas cargando sus víveres, una niebla densa ya se había posado sobre las calles.

Ambos caminaban buscando un carruaje al que pagarle por llevarlos de vuelta al castillo. De pronto, un enmascarado surgió de entre las sombras con una daga en la mano e intento arrebatarles las bolsas. El niño se resistió y comenzaron a forcejear, entonces el criminal lo apuñalo en el vientre y huyo dejándolos atrás…

Esa noche Lena se quedó sola, e inmensamente abatida juro venganza por su hijo fallecido. Desconsolada, rezo cientos de noches y vistió de luto hasta que la ropa se le desgasto.

Pasaron los meses y el deseo de sangre se intensificó, al enterarse de que las autoridades no le habían dado la suficiente importancia al caso. Desde entonces, pasaba las noches en vela, haciendo plegarias a los santos, rogando por el descanso eterno de su hijo, ya que al punto de las dos podía escuchar la voz de Arturo llamándola: ¡Mamá! ¡Ayuda, Mamá!

De alguna forma sentía que Arturo no estaba en paz, era como si aquel asesino siguiera detrás de él, arrastrándolo a un mundo de lamentos, un infierno ardiente del que luchaba por salir, o por lo menos, esa era la sensación que la embargaba.

Al tiempo, las voces se fueron diluyendo, mientras ella trataba de rehacer su vida. Trabajaba duro, dormía hasta tarde y despertaba muy temprano.

Todas las mañanas tomaba un café con Teresa, quien se había convertido en su confidente. Mientras ellas platicaban, un hombre de ojos almendrados y cabello castaño llegaba a surtir de pan recién hecho la bodega de la cocina.

El panadero miró de soslayo a la joven.

―Te está viendo de nuevo ―susurró Teresa con tono sugerente―. Al igual que tú, tiene poco en la villa y es soltero. ―Dio un sorbo a su taza―. Se llama Eduardo.

El muchacho se sonrojó al darse cuenta que hablaban de él. Probablemente pensó que ya no importaba si le daba vergüenza, porque al final se acercó a Lena con un pastel de durazno.

―Disculpe ¿Podría aceptar este regalo de mi parte?

―No se ofenda, pero ni siquiera lo conozco.

―Es precisamente por eso que quiero tener una cita con usted.

La chica cedió con algo de nerviosismo. ― Puedo el sábado en la tarde.

―¿A las cinco?

―A las seis.

―Vendré por ti a esa hora.

El panadero se retiró y una sonrisa quedó estampada en los labios de Lena.

Su primera cita la pasaron en un bote, paseando por el lago. Los dos se sentían tan bien juntos que basto el paso de seis meses para que se enamoraran. Eduardo le brindaba una especie de calma, como un bálsamo suave sobre una horrible quemadura. No solo la comprendía, sino que la apoyaba, era generoso y compasivo, la clase de hombre, que sentía, jamás le haría daño.

Una de las tardes que caminaban por la plaza, Lena no pudo evitar sentir cierta inquietud. Una noche antes había vuelto a oír la voz espectral de Arturo filtrada entre sus sueños.

―¿Te sucede algo?

―Si cariño, es solo, que estaba pensando en mi hijo. ―Apretó los puños contra su vestido―. Me da tanta impotencia saber que su asesino sigue libre.

―Sé que la pérdida de un hijo puede ser devastadora, y aun así, yo pienso…olvídalo.

―No, dime.

―Yo sé que has sufrido, pero ¿Nunca has pensado que quizás… aquel hombre lo hizo por necesidad? Son tiempos difíciles, hay veces que sientes qué harías lo que sea por conseguir algo que borre ese hueco en tu estómago.

―Lo que sea no, matar nunca.

Esa noche los lamentos de Arturo volvieron a ella en un agonizante murmullo: Mamá ayuda, ven…

Esta vez se levantó, siguiendo la voz por los pasillos llego hasta la entrada de la torre principal, paso de golpe y las velas que se alzaban en fila sobre la escalera en forma de caracol se encendieron misteriosamente. Hacia tanto frio que podía ver su propio aliento.

Subió los peldaños con inseguridad, el corazón le martilleaba el pecho cuando llego al último escalón y empujó la oxidada puerta de acero. Adentro, el fantasma de una mujer apareció bañado por la luz de la luna, que entraba por la ventana. La princesa Anell tenía un aire angelical, una larga cabellera dorada y un precioso vestido ataviado de joyas. Habría jurado que era real, de no ser por su piel traslucida.

—Si sangre es lo que buscas has de saber, que el culpable de tu calvario… ―susurro con voz aterciopelada y se desvaneció―. Será el elegido la noche de las rosas…

Lena corrió e inmediatamente volvió a su dormitorio con una cuestión fija en la mente: ¿Cómo usar lo que sabía en su favor? Las autoridades no le harían caso si llegaba contando lo que le sucedió, solo perdería su tiempo. Así que pensó en un plan para eliminar al agente de su desdicha.

Al día siguiente fue al teatro y se ofreció como voluntaria para ayudar la noche de las rosas. El festejo sería en un mes, a mediados de abril, y sabía que estando cerca, de alguna forma sería más sencillo lograr su cometido.

El teatro tenía forma circular, el escenario estaba en el centro y a su alrededor los mullidos asientos. Había una escalera que llevaba a un pasadizo curvo, que le daba la vuelta a todo el contorno de la sala.

La fecha anhelada llegó. Ya había terminado de meter las tarjetas en los sobres y mientras barría el escenario con su delicada bolsa colgando del hombro, solo podía imaginar el resultado de lo que haría. Veía el ataúd de doble fondo con pinchos en la puerta, levantado a medio escenario y la piel se le erizaba. El artefacto era conocido como la doncella de hierro, un instrumento de tortura, que para esa ocasión había sido modificado. Abrió la tercera puerta, de donde supuestamente saldría el afortunado, simbolizando la inmortalidad. La parte de en medio era gruesa y estaba cerrada con un candado. Aquel al que le tocara la butaca donde estaba la tarjeta de la rosa blanca, moriría en plena función. Tal vez por eso sentía que el candado en su pequeña bolsa pesaba demasiado.

―Lena.

La voz era de Eduardo.

Ella sonrió.― Querido, ¿Qué haces aquí?

Eduardo se veía inusualmente formal, con su camisa blanca y un saco negro que le sentaba.

―Vengo por ti, comamos juntos, hay un nuevo restaurante al que me gustaría llevarte.

Ella apoyó la escoba en la pared y bajó los escalones a trompicones para abrazarlo. Nunca antes había estado tan enamorada.

Al salir a las calles subieron a un carruaje. Bajaron frente a un establecimiento exuberante y tranquilo, pasaron a sentarse y pidieron la carta.

Ella le observó amablemente. ―Todo es muy lindo, no te hubieras molestado.

―Esta es una ocasión especial.

―¿De qué hablas?

Sacó una diminuta caja aterciopelada de su saco y la abrió, mostrando un primoroso anillo de oro con una pequeña incrustación. —Habló de que quiero casarme contigo.

Sus ojos brillaron de alegría y ella lo besó con dulzura. Los jóvenes hablaron sobre sus sueños a futuro: una casa a las fueras y niños corriendo por el patio.

Al final el muchacho la llevó de vuelta al teatro, puesto que ese día sería el espectáculo aún había mucho por hacer.

―¿Cuándo se acabe todo podemos vernos?

―Me gustaría, pero ya estoy agotada, cuando esto acabe sólo quiero descansar.

―Aún así vendré.

Lena se puso tensa, pues sabía que aquella noche de las rosas sería inolvidable, pero por las razones equivocadas.

Después entró, ayudó a cortar los pétalos blancos de las rosas y los acomodó en los canastos. Ya iban a abrir las puertas del teatro, cuando un organizador quitó el candado. Entonces Lena sacó uno de su bolso y lo colocó sellando el fondo falso de aquella trampa mortal.

Cuando dieron las ocho todos en el pueblo parecían estar en el teatro. Los candelabros del centro iluminaban tenuemente a los presentes. Arriba, los trompetistas comenzaron a tocar la sinfonía que habían practicado durante semanas y a su alrededor todas las voluntarias llevaban sus canastos con flores, esperando el momento en que se abrieran los sobres. Lena revolvió los pétalos con nerviosismo, algo estaba mal.

En el escenario, unas mujeres danzaron de manera sinuosa, alzando las manos al final. Entonces los presentes revisaron el sobre debajo de sus asientos. Ahí, en la tercera fila, Eduardo se levantó y Lena sintió como perdía la fuerza en las piernas. La canasta se le cayó de las manos y las demás comenzaron a tirar los pétalos hacia la gente. Las trompetas sonaban tan fuertes que opacaban los aplausos de la multitud.

―¡Paren!

Gritó sin conseguir ser escuchada. Apurada, corrió escaleras abajo. La lluvia de pétalos le caía en la cabeza mientras avanzaba entre las personas. Era demasiado tarde, Eduardo entró a la doncella de hierro y un golpe seco resonó en la sala cuando esta se cerró.

Al notar que nadie salía del otro lado, una de las bailarinas abrió el artefacto y el cuerpo acribillado de Eduardo cayó al suelo tiñéndolo de rojo. Lena se tiró junto a él llorando, la gente gritaba mientras ella miraba desde el suelo la sangre mezclada entre los pétalos y en su reflejo la imagen del fantasma observándola.

Tania Yareli Rocha Hernández, nacida en Heroica Caborca, Sonora. Tiene publicaciones en portales literarios. Fue seleccionada en el Programa Editorial de Sonora PES 2017-2018, por la novela juvenil: Ámbar ¿Morir por ser perfecta? Y es coautora del cuentario de Nueva Narrativa Caborquense compilado por Luis Fernando Álvarez, seleccionado también por el PES 2017-2018.

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