La locura de un gemido que es pecado

Monalisa. Foto: Juan Casanova

L. Carlos Sánchez

Es cuando la mente hace lo suyo. Encuentra veredas y se instala en ese rincón al que llamamos locura.

Debe ser la inteligente protección. La resiliencia. Porque si la emoción se hace añicos, ¿qué nos queda por hacer?

Huir de los otros. Acompañarse de los objetos que son recuerdo. Significado de lo que más se aprecia. Porque cada uno de los recuerdos representan la vida. El latido más trascendente.

Hay en una caja una nota de periódico. Los años que son historia. Las fotografías que implican la pasión por el cine. Un arcoíris metafóricamente aprehendido para siempre.

Monalisa es la obra que se presentó el miércoles por la noche, en contexto de Muestra Estatal de Teatro 2018. Nos congregamos allí, en el Teatro de Casa de la Cultura, de Hermosillo. Acudimos al encuentro con la locura y sus motivos. El más puntual: la desolación.

Roberto Corella, autor de la obra, y Paquita Esquer, los actores de esta puesta, bajo la dirección de Rennier Piñero, nos exponen a dos personajes por demás complejos. La complejidad que les construyen los dolores.

Uno, el del personaje varón, que es un taxista, tiene como argumento para la desgracia la desaparición de su hijo, un chavo de veintidós años víctima del tsunami que es la desaparición forzada, puesta de moda en esta era. Y desde siempre.

Ella, la mujer cuyo apellido es misterio, nos revela con su mirada el aullido interior que le quema las entrañas, todo esto a partir de la represión, el desamor, el abandono. La infancia y sus tormentas de una cultura social por demás engreída y mezquina que se nos advierte eterna. Que desgracia.

La palabra es un vehículo toral en esta puesta. Porque de ahí emerge todo. La historia desde la mirada del dramaturgo, lo que nos quiere decir y los por qué. Siempre anteponiendo el compromiso social, atisbo de lo más íntimo, lo que ocurre dentro de la emoción.

Lo dicen con los cuerpos, con la voz, con las miradas, porque actuar es un oficio. En cada frase un ay nos desgarra, nos advierte, nos cuestiona. ¿De qué estamos hechos?

De pronto la narrativa se nos revela como una novela, en cada frase un capítulo que nos eriza los sentidos. En el ir y venir de la historia que nos cuentan, a veces en diálogos, la mayoría en monólogos, recurrimos también a la historia nuestra, esa, por ejemplo, donde una gallina representa el acto más cruel, paradójicamente con su muerte se convierte en el alimento de la familia. “Pero la gallina aun sin cabeza no deja de moverse”.

Elocuente, contundente. La infancia una y otra vez. El destierro. Los temores. La sociedad y sus pestes de sí mismas en cuyas acciones refrenda la capacidad de perturbar al otro por cómo es. La diferencia que irrita, porque no se conduce bajo el molde establecido. Porque los parámetros de gente bien no se cumplen.

Sin esposo, sin hijos. ¿Quién es ella, qué hará en su casa de puertas y ventanas cerradas?

El dolor punza en las sienes. La ausencia del hijo que de la nada desaparece, es un pasaje siempre abyecto. El móvil para desenfundar y apagar las vidas de quienes se supone están para protegernos. Luego vendrán las consecuencias. Aparte de la irrefrenable pena, la otra pena que significa condena y se llama cárcel. Porque se busca lo que se ama. Porque la impotencia es un impulso. Y matar.

Estuvimos allí. Llenándonos de historias. Vimos y sentimos la poética existencia del placer y su represión. Un gemido que es pecado. Aprendido y dicho mil veces. Los dedos de un ciego que auscultan la vida en la entrepierna de una niña. Sin violencia, con inocencia en ambos. Descubriéndose.

El ciego, al que me lo llevo puesto en la imaginación. Con su cigarro siempre encendido, con su cuerpo ardiendo, con la incomprensión y el dedo que lo señala. Porque es un ciego que solo sirve para quebrar leña.

Paquita Esquer algo tiene en la mirada que nos hace estremecer. Con habilidad, con pasión, hunde sus entrañas en el personaje. Los hace emerger en medio del escenario. Y no nos queda más que conmovernos y lamentarnos de la historia que es infancia, lo que  hizo desencadenar en la locura, en la acumulación de objetos como lo más preciado de su existencia.

El temor que funda la lejanía del amor, la lejanía del abrazo. La inseguridad que construyen esas frases como demonios y con las cuales le perturbaron la inocencia. “El placer es malo. Lo único bueno es trabajar”.

El recuerdo que habita en los objetos cuando no se tiene con quién compartir, con quién dialogar.

Otra vez cerraré un texto sin haber dicho toda la conmoción que me causa una puesta en escena, en este caso la de Monalisa. Porque se me quedan las palabras clavadas en el pecho, porque jamás completaré una cuartilla perfecta.

Solo debo escribir a manera de aclaración y antes del punto final, que ese gobernante al que se hace referencia en la obra, y que es el responsable de la muerte de cuarentainueve niños, que no, no ha pagado por sus acciones, por sus infamias. En la puesta el personaje que es taxista lo grita a los cuatro vientos, como un acto de sanación, que el gobernante ya pagó. Pero no, ese gobernante no ha pagado su acto de crueldad. La impunidad que nos acuchilla. Todos los días.

Y este acto de crueldad, es también el móvil para la mayor desolación de ella, la siempre desgarrada y desgarradora Monalisa.

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