La condena de vivir camuflado

JOSÉ NOÉ MERCADO

Si la actualidad y los años recientes deben reconocerse por los avances en amplitud y respeto de libertades, derechos individuales y colectivos, en especial los que enarbolan las minorías, es justo por la opresión de la que han sido víctimas en una perspectiva histórica general.

Pero no sólo se trata de reducir la discusión sociopolítica a un esquema de víctimas y victimarios, de una época o población y no de otras. Porque tampoco es un entorno que se limite a nuestro país. Se trata del vivir dentro de una sociedad, de juzgar y ser juzgado se quiera o no de acuerdo a ciertos valores o de modificarlos —porque esa parecería nuestra condición gregaria— y aun así de encontrar un lugar en ella.

Siempre existe un grado de complejidad social, interior, incluso ideológica, en aceptar lo que cada quien es y mostrarlo al mundo —o que nos lo muestren—. Para uno mismo. O para los demás. Ni siquiera Batman, Spiderman o ese tipo de superhéroes dan la cara, aunque sepamos en el fondo quiénes son y lo que les ocupa e interesa.

Hay un peso que debe cargarse sobre las espaldas al ser lo que se desea, lo que se necesita ser, lo que no se podría dejar de ser, y no necesariamente lo que otros esperan de alguien, de uno mismo. La reflexión y disyuntiva no son nuevas ni originales, pero parece que en la actualidad el debate puede inscribirse en la agenda pública y discutirse de manera más o menos civilizada, sin que vaya la vida, el prestigio, o el estigma de por medio.

Es en ese contexto que puede entenderse el ciclo de presentaciones del monólogo Los camaleones (1980) del dramaturgo sinaloense Óscar Liera (1946-1990) en El 77: Centro Cultural Autogestivo enclavado en la colonia Juárez de la Ciudad de México.

Esta obra, sin duda adelantada en la discusión ochentera de esos temas de las minorías y sus libertades, en su punzante mirada social, en una primera etapa ha sido interpretada por el actor Paco Rueda y en una segunda por la actriz Tatiana del Real, lo que muestra sus posibilidades de discurso humano, al margen del género, de su esencial trasfondo.

La puesta en escena, que ha tenido funciones todos los domingos a partir del 2 de junio y seguirá en cartelera hasta el 21 de julio, corresponde a Adrián Darío Rosales, quien ha tenido la visión y el arrojo para permitirse una serie de licencias en su propuesta para que la obra no sólo gane en impacto y vigencia actual, sino que le permite mayor universalidad al despojar el texto de ciertas referencias al entorno estrictamente local y temporal del autor.

El vestuario, la utilería, los giros lingüísticos, el espacio escenográfico, hablan de un tema añejo pero desde el hoy. El director de escena, con su trazo, propicia la reflexión catártica y, al final, la empatía de una manera sutil. No cae en el marcaje burdo del discurso o el aleccionamiento proselitista, sino que deja fluir el enrarecido aire interior del personaje central. Y lo alivia, en ese proceso de rabia, súplica, de mirar el humo de un cigarrillo mientras se consume al tiempo que se reflexiona, lo que es todavía mejor.

Se trata de una historia breve (unos 40 minutos) en la que el personaje protagonista, luego del rompimiento con su pareja, intenta acercarse a su padre y abrir sus sentimientos, sus inseguridades, sus quejas: su intimidad, en ese punto herida.

Pero es una obra de miedo, de temor a la incomprensión, al juicio y al desprecio, porque lo que está ahogando al personaje, sobre todo, es su homosexualidad oculta. La incertidumbre de salir del clóset y mostrarse a las figuras de autoridad (el padre bien puede representar a la sociedad en abstracto y sus respectivos valores tradicionales) condiciona su malestar. ¿Por qué no puede ser cómo es, con sus gustos y preferencias? ¿Por qué no se le puede entender a partir de quien es o quisiera ser?

Acaso porque ese protagonista no se ha sentido confiado para hablar y mostrarse en su autenticidad. Pero desde luego también porque sabe de los prejuicios de las miradas, del qué dirán, de lo que se esperaba de él y de su rol de género típico.

Es una identidad condenada a vivir camuflada, cuyo mayor sacudida llega al espectador casi como el indeseado latigazo de un spoiler: porque el protagonista sólo ha hecho un ensayo que le permita sacar de urgencia la presión que lleva dentro; puesto que sigue sin atreverse a hablar con su padre y así revelarle al mundo lo que es por fuera y por dentro. Pero se lo ha dicho ya al público. Y ése es un enorme paso, de la mano de Óscar Liera y la puesta en escena de esta obra, pequeña en su tamaño, pero no en su significado.

Deja una respuesta