Jaime

Claudia Chávez Domínguez

Nunca he tenido un hogar estable. Solo los recuerdos están fijos como fotografías. El techo cubierto de tela. El encaje de flores que los adorna es lo primero que veo al despertar. El ruido del aceite hirviendo me habla de ti. Preparas el desayuno muy temprano. Tus huevos revueltos saben a hogar. Las tortillas son de maíz y están recién hechas. La tortillería de la esquina está a unos metros y se presta para que lleguen todavía calientitas a la mesa. Es inevitable no contemplarte frente a la estufa. Reniegas por las burbujas violentas que el aceite salpica en tus manos. La sonrisa sigue en ti. Tu sentido del humor adereza el desayuno. Entre risas me regañas porque anoche llegué tarde. No discutimos. No tiene caso. Tu memoria es tan corta, en minutos olvidas todo. A veces me siento afortunada de que siempre sigas adelante como si nada pasara. A manera de broma le llamas Jaime. La enfermedad que como sombra oscureció nuestras vidas y al final logró llevarte.

Después de tu partida yo me enfermo de todo lo contrario al Alzheimer. Recuerdo cada gesto tuyo perfectamente. La tela, el encaje, el desayuno, el regaño. El metal de la litera de arriba es mi primera imagen al despertar. El desayuno es de la yegua, el regaño ya no es maternal, ni cariñoso. Ahora el grito de la celadora es la voz que me levanta cada mañana. Es imposible no extrañarte tanto. Ojalá Jaime haya borrado cada angustia que te causé. Ojalá te haya grabado las risas del hogar que me regalaste cada mañana.

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