Silvia Rousseau
La bruma oculta el amanecer en mi puerto, hace frío y la humedad tiene aroma a mar y pescado fresco. El rompeolas es el centro de reunión de las gaviotas. Pronto Carlos irá a ese sitio a conseguir furtivamente lo necesario para el desayuno de sus hermanos.
Por la calle primera aún no transitan autos, ni caminan turistas sobre las aceras, pero los aparadores y sus artesanías esperan la lluvia de dólares de ese día. Más allá la zona comercial está dormida, las calles limpias, los semáforos funcionando y los madrugadores portan gorro y chamarra, se protegen en sus autos moviéndose como una tortuga con los faros encendidos.
Las luces de las casas caen en cascadas por los cerros de Chapultepec y el bordo del arroyo dividiendo la ciudad, nuestro “Río Támesis” diría el vecino. El pueblo despertará a las diez de la mañana, estilo gringo, para no desentonar con los visitantes. Las casas del centro como las colonias alejadas son iguales: techo de madera con “dos aguas” aunque aquí no cae nieve. Sobresalen en el paisaje de mi pariente el campo de béisbol y el Santuario de Guadalupe, sitios sagrados en distintos horarios.
Mi hermano encontró “raite” para el malecón. Cerca del mar, Carlos escala los almacenes de las armadoras de barcos en busca de los nidos, encuentra el botín y rápidamente corre hacia la casa de alquiler donde vivimos, de patio grande con olivos, la que tiene árboles frutales hasta en el jardín. Mi madre toma aquellos grandes huevos de cascarón achocolatado con pecas oscuras, rompe tres y en una vasija bate lo que enseguida será un omelette gigante. La yema de los huevos es color naranja y el guiso toma esa tonalidad sabrosa que de antemano sabemos tendrá sabor a pescado frito.
Esta delicia culinaria gratuita nos alegró las mañanas, mientras Carlos tuvo piernas ágiles y cuerpo pequeño para tomar lo que no era suyo y los vigilantes del orden no pudieran alcanzarlo al momento de la huida. Hoy sólo es recuerdo.