A propósito de la reedición de Ciudad Nocturna
Josué Gutiérrez González
Antes de que hubiera Blvd. Solidaridad y Blvd. Progreso; antes de los distribuidores viales que como jorobas de camello se alzan en medio de las vías rápidas y que irremediablemente se atascan al cuarto para las siete y luego otra vez desde las cinco de la tarde; antes de los sábados y domingos en el Gallerías Mall a donde la gente va para pasar el día en familia y comer comida de plástico; antes de los fraccionamientos bardeados y con rejas que abres por teléfono; antes del Parque la Ruina y su comidita callejera que cuesta como restaurant de cinco estrellas; antes de la cerveza artesanal a 180 pesos la media; antes del “asamos su carne” y antes del Uber Eats que te la lleva a tu casa, y también antes de Youtube, Netflix, Disney Plus y pantallas más grandes que la cama en la que duermes; y sí, antes de que los table dance llegaran y se fueran, antes de los bares gay y los bares buchones que venden la cerveza en 19 pesos –19 mil pesos de los de antes, quien lo hubiera pensado–; antes, pero mucho antes del porno inagotable en internet, y de los perfiles de Facebook para reencontrarse con la ex de la prepa y a ver qué pasa; antes del Telegram o el Whatsapp y el “pásame el pack”; antes de Tinder y Grindr y los señores calientes buscando todo el día a ver que agarran; antes, pero mucho mucho antes del Only fans o el Tik tok… antes de todo eso aquí hubo una ciudad.
Una ciudad con calles de pavimento y calles de tierra, como las de ahora, pero también una ciudad con muchos más árboles y con agua. Una ciudad con vendedores de verduras que iban en carretas jaladas por caballos o por un burro, pero con llantas de carro. Una ciudad con muchos más altos que semáforos. Una ciudad con niñas que se iban caminando solas a la escuela y familias que dormían en catres en el porche de su casa.
También aquella ciudad, como la de ahora, era una y muchas ciudades a la vez. Aquella era una ciudad de día y otra ciudad de noche. En los límites del pavimento, en casitas de material sospechosamente discretas, surgía con las sombras otro mundo: el espacio de lo prohibido y lo permitido al mismo tiempo. En ese precario equilibrio que sostiene a todo lo clandestino, la ciudad se disfrazaba para volverse menos pudibunda y rancheril, se embadurnaba el rostro con algo más que el terregal de los campos, y se aparecía coqueta y permisiva para salir contoneándose con poca gracia a recibir a sus clientes que lo mismo se bajaban de un pick up destartalado o de un lanchón con copas pulidas. Y ahí, en los callejones detrás de la calle Nogales, en los cruces con la 14 de abril y Américas, antes del Materno, y luego más tarde por rumbos de la Comandancia Norte, cobraba vida cada noche esa otra ciudad de los excesos de la que todo munda sabía, pero que misteriosamente nadia había visitado. Era la ciudad de los trabajadores, de los padres de familia respetables, los maestros de la Uni, los burócratas del centro y los judiciales. También era la ciudad de las mujeres, de las otras mujeres, las que no existían, como tampoco existían los otros hombres, los que cortaban el pelo, servían comida, regalaban compañía.
Esa es la ciudad nocturna de Luis Enrique García. Una ciudad hecha de personajes que reptan desde la imaginación para instalarse a veces con cinismo y otras veces con timidez en las páginas de este entrañable librito. Y digo librito no por hacerlo menos, sino por aquello que despierta en la memoria cuando pienso en él, me refiero a la primera edición de la obra en cuestión, publicada por la Universidad de Sonora, en algo que no estoy seguro, pero que parecía mecanografiado e impreso en un mimeógrafo, artefacto que ahora casi nadie conoce. En esa edición me llegó Ciudad Nocturna hace ya treinta años. Yo estudiaba el primer semestre en la Escuela de Letras y el libro era tan humilde que hasta lo regalaban. Por ahí, algún estudiante de más edad y con más lecturas –o por lo menos eso decía él– me comentó que era muy buen libro, que todas las historias eran sobre putas, burdeles y jotos y que todas transcurrían en “la Zona”. Y yo solo me quedé pensando en esa expresión que conocía muy bien: “la Zona”, la Zona de Tolerancia, un nombre que parecía salido de alguna distopía peliculesca, del tipo de El planeta de los simios.
Al haber crecido en los límites de la colonia San Benito y la Balderrama, conocía muy bien esas historias. De niño recuerdo la vez en que una feria ambulante, de las que en otros tiempos llamaban “de húngaros”, se instaló cerca de mi casa, en un baldío donde algún empresario había demolido burdeles y cuartitos de la Zona de Tolerancia para hacer más tarde una fábrica de tortillas. Esa noche fuimos a la feria, que por cierto solo traía unos caballitos destartalados y una ridícula rueda de la fortuna a la que nada más le faltaba funcionar impulsada por la fuerza de algunos niños huérfanos como en aquella escena de Los olvidados, de Luis Buñuel. La cuestión es que detrás de la feria, mi hermano nos enseñó las ruinas de un prostíbulo de la Zona. Por ahí quedaban las puertas descarapeladas apenas sujetas de los marcos de madera ajada, en un muro colgaba de milagro un crucifijo despostillado justo por encima del esqueleto metálico de un colchón que en su momento sirviera para los actos propiciatorios de una fecundidad interrumpida.
Esa fue la primera imagen que vino a mi mente cuando tomé la copia regalada de Ciudad Nocturna. Ese mismo día comencé a leer los cuentos de Luis Enrique García, y aunque no todos estaban ambientados en lupanares de exquisita sordidez ni satisfacían el morbo de un muchacho de 18 años, los relatos fueron cayendo en su lugar uno a uno. Todavía hoy me sorprende la contundencia de las voces, esa tesitura que vuelve reales a las personas usando solo la palabra. Los cuentos, en su brevedad, conseguían un efecto de vacío placentero, la motivación a seguir imaginando, llenando los huecos estratégicamente dejados por el autor. Con la lectura de este libro Hermosillo tomaba otra forma, se volvía literatura, nos sacaba de la aparente simplicidad en la que creíamos vivir y nos confrontaba con el hecho contundente de que nuestras coordenadas daban para algo más: de estas calles, de estas personas, podían salir libros.
No comparto el entusiasmo de algunos por decir que la literatura regional es un exabrupto, una manifestación trasnochada de la supuesta escuela del resentimiento como dijera Harold Bloom y que muchos todavía repiten. Desconfío de quienes pregonan que las letras han de ser universales por decreto y que esa universalidad radica en adoptar una voz impostada, desterritorializar los textos o en dejar de narrar para declarar una y otra vez después de casi cien años que la novela está muerta, que la narración es imposible, que solo nos queda el pastiche y la literatura que habla de sí misma, lo que en otras palabras significa que no debe decir nada.
Ciudad nocturna nos recuerda que narrar no solo es posible sino necesario. Con esta reedición a cargo de Mamborock, Ciudad Nocturna nos confirma que, para ser sonorense, a nuestra literatura no le basta con que quien la escribe haya nacido por casualidad en estas fronteras, ni que se haya publicado por una editorial con su domicilio fiscal en el estado. Para ser nuestra, la literatura debería estar fundada en el conocimiento vivo de los que vinieron antes, de los que como Luis Enrique García, tomaron nuestra lengua –que es nuestro ser– y la volvieron otra, una voz propia que habla por todas y todos. Al releer Ciudad Nocturna no puedo evitar la certeza de que el encantamiento de la voz sigue vigente y que nuestra ciudad sigue siendo muchas, sigue siendo una. Gracias, maestro Luis Enrique.