Miguel Ángel Avilés
No sé si fue por recomendación o lo compré de casualidad, pero un buen día me hice de un libro cuyo título era Un hilito de sangre.
Este libro había ganado el Premio Agustín Yáñez a primera novela en 1991. Lo leí gozosamente, alborozadamente de un tirón y luego me di a la tarea de prestarlo una y otra vez, en especial a jóvenes que andaban adentrándose al asunto de la lectura y que se podían sentir identificados con la temática, no sin antes decirle al destinatario en turno que era un magnífico libro y que de seguro lo disfrutarían igual que yo. Así pasó con todos, sin excepción alguna y así lo sigo haciendo cuando se presta la ocasión.
En aquel entonces nunca pensé que, con el paso de los años, tendría la fortuna de conocer a su autor, Eusebio Ruvalcaba y menos que pudiera ser su amigo. Fue, como bien lo dijo Ale Olay, cuando él nos impartió un taller sobre periodismo cultural y desde entonces, aparte de leer más sobre su obra, mantuvimos una comunicación, si quieren intermitente, pero siempre cálida y fraterna.
Como suele pasar, al convivir con él por vez primera, me atreví a regalarle mis libros y, contrario a lo que suele pasar con gente de su talla, el buen Eusebio si los leyó. A los Días, la sección cultural del periódico El Financiero, daba cuenta de una reseña que él hacía de estos libros y el de otros autores del norte, un material que a la postre seria editado en una plaquette por la universidad de Sonora.
Después de esto, nunca perdimos comunicación. Ya sea por teléfono, por correo electrónico o por conducto de un amigo, siempre teníamos noticias mutuas. Recuerdo cuando me pidió que le enviara unas salsas sonorenses que acá probó y quería tener algunas botellas en su casa. Recuerdo también cuando pudimos conseguirle ese libro publicado acá donde, en sus páginas, aparecía algo sobre su padre, el violinista Higinio Ruvalcaba, a quien amaba con devoción, tal como también lo hacía con la música, a la cual le profesaba, con envidiable pericia, un enorme amor, casi como un manifiesto de vida.
No lo olvido y menos porque a los años supe en carne propio del pesar del que esa mañana me hablaba, cuando aquel cuatro de diciembre me mandó un correo electrónico para comunicarme el deceso de su madre y lo devastado que estaba en ese momento. Debí responderle cualquier cosa, quizás unas palabras, un comentario de aliento que en ocasiones resultan inútiles frente a lo que se está viviendo. Le refrendé mi gran aprecio y a lo mejor le agradecí que me abriera su corazón para decirme en corto como se sentía.
Nuestra amistad siguió su curso y el contacto ciberepistolar fue constante. De vez en cuando para un saludo, otros días para avisarle de algún envío, otros tantos para mandarle textos de mi autoría que deseaba publicar en algún suplemento, en alguna revista, en cualquier espacio que se le permitiera.
La última ocasión que lo vi fue en una ida a la Ciudad de México y pude visitarlo en la SOGEM donde impartía clases. Esa tarde le di un ejemplar de mi libro más reciente, platicamos cualquier cosa y gracias a mi no menos querida amiga, la soprano Olivia Gorra quien amablemente nos tomó una foto que conservo como un momento feliz.
A los días en su blog, apareció un comentario generoso, muy generoso sobre la obra que le dejé en sus manos y eso me hizo recordar aquella vez que escribió la reseña sobre mis libros que comenté al principio y que a fuerza de ser sincero, de igual forma pudieran resultar inmerecidas.
Pero eso leyó, eso sintió y eso escribió y no merece menos que mi eterno, mi perpetuo agradecimiento por creer en mi trabajo y valorar mi trabajo.
A principios de 2017, mi compadre Carlos Sánchez habría de comentarme que Eusebio estaba hospitalizado y su salud, de acuerdo a los médicos, era de pronóstico reservado. Hicimos el intento por hablar con su esposa, pero no fue posible. El siete de febrero por la noche nos llegó la noticia que nadie deseaba: Eusebio acababa de fallecer.
Como les pudo pasar a muchos, fue la desolación y los recuerdos lo único que me serví a la mesa. Por un buen rato estuve tratando de escribir lo que sentía, pero no pude. Tampoco lo pude hacer durante doce meses.
Quien sabe que pasó. A lo mejor los duelos se viven en silencio para mitigarlos o a lo mejor los duelos sanan hasta que de pronto llegan esas palabras como llegaron ahora pero que se hubieran querido decir cuando el cadáver del amigo estaba fresco.
No sé, pero siento, que esta noche dormiré lleno de gozo y casi estoy seguro que soñare que brindo, borracho de amistad, con la apacible mirada de un fantasma…