Este texto lo escribí el catorce de septiembre de dos mil catorce. Con la euforia del momento, con el deseo de gratitud para el protagonista de la historia. Al poco tiempo me enteré que él falleció. Hoy retomo estas líneas con el deseo de traerlo a la memoria, de incitar a la nostalgia de la raza, que al igual que yo, sintió la emoción de la música propuesta por el grupo de rock La marina, con el canto del buen Xóchitl. Pásele:
L. CARLOS SÁNCHEZ
Lo oíamos cantar. Lo veíamos cerrar sus ojos mientras en inglés nos incitaba al baile. Eran los 80 y el grupo La marina, rifaba.
En los callejones del barrio abrían cancha. Las jefas de las más preciosas quinceañeras contrataban al conjunto de moda, el que interpretaba los puros éxitos.
Allí cantaba él, con su pelo rorrotongo en movimiento. Con su nariz afilada y su voz grave. El Xóchitl era el más aclamado para interpretar en las fiestas de los barrios.
El jito, el Tiroblanco, la Piedrabola, las pilas, la Hacienda de la flor. Las arterias por donde corría vida, juventud, euforia. El Kansas, Uriah Heep, Queen, Deep purple, Scorpions, y toda un montón de grupos del gabacho eran la influencia de los marineros. Nosotros de morritos nomás mirar y sentir. Porque aún no teníamos la edad de las parejas que tenían luz verde para levantar polvo con sus pasos. A veces en bola danceábamos en un rincón.
Estábamos allí, admirando la voz, el requinto, la batuca. A veces ocurría que temprano veíamos pasar el camión con el letrero La marina y sabíamos de facto que esa noche habría baile, y por qué no, última hora los tiros en el baldío, la oportunidad de la revancha entre las rencillas de los morros y sus barrios.
El Xóchitl mediaba, calmaba a la banda, los convocaba al dancing, y la raza acataba la propuesta, encendía, claro, el joint infaltable, inevitable, y a danzar otra vez, como una inercia, como un desplante hacia la libertad. Porque qué otro efecto produce el rock si no la liberación de endorfinas, la alegría desbordada.
Cuando terminaba la tanda, el mismo Xóchitl venía a con nosotros, los morros, y nos compartía de sus tabacos, nos invitaba a que le cayéramos a la fiesta, nos abría la puerta de su amistad.
Hoy lo he vuelto a ver, a más de treinta años de distancia, de esas noches de quinceañeras y rock.
Me lo topé muy de mañana, en el parque de la Solidaridad, en la Piedrabola, el barrio, adonde uno va a respirar, a escuchar los pájaros, a mirar la vida.
Venía cargando con sus kilos de menos, con su poco pelo, vestigio del paso del tiempo. Traía en sus manos un objeto de metal, que se encontrón en la calle, me dijo, pero que le servirá como protector a su abanico de pedestal.
Luego enseñó su sonrisa de menos dientes. Al convocarlo a esos precisos años de nuestras voces diciendo su nombre, gritando más peticiones.
Me contó el Xóchitl lo que ahora hace: cuidar carros, limpiar carros, cantar a veces, serenatas o con grupos que lo invitan, vivir en soledad. Porque los hijos ya crecieron y todos trabajan, todos están muy bien.
En su mirada encontré la alegría de los 80, de cuando en un solo de requinto su compa de banda, el Jorgito Olivas, nos hacía estremecer. O de cuando el mismo Alfredo con sus baquetas nos explotaba en el pecho la emoción. Pero sobre todo encontré en esos ojos la felicidad de esos años cuando el Xóchitl era el principal protagonista de la alegría en el barrio, la ciudad. Todos queríamos tocarlo, saludarlo de mano. La chingonería en carne propia.
Lo he vuelto a mirar. Con sus pasos despacio. Con su voz más frágil que de costumbre. Con los años implacables sobre su cuerpo.
Antes de irse el Xóchitl me invitó a su casa, a platicar, Cuando tengas tiempo, cuando puedas.
Yo también como él sentí la necesidad de encontrarlo no sólo en otra mañana de domingo, en cualquier instante sería de perlas, porque su sola imagen me remite a la infancia a esos días de ser feliz.
Y posiblemente mis preguntas también lo transportan a sus años de mayor placer. De cuando en su garganta se llenaba de vida para llenarnos de euforia.