Ricardo Solís
Con el anuncio de la muerte de Sergio Pitol (1933-2018) concluye, en mi opinión, una época completa para la literatura mexicana del pasado siglo porque, aunque contemporáneo suyo –y de Monsiváis, Pacheco y García Ponce–, Fernando del Paso y su obra se han “desarrollado” a diferente ritmo y bajo condiciones de recepción textual radicalmente distintas a las que hubieron de experimentar el autor de El desfile del amor y sus no menos célebres amigos, cuando Fernando Benítez les dio la bienvenida para colaborar en el entonces famoso suplemento del periódico Novedades, en la capital del país.
En 1964, cuando aparece el primer volumen de cuentos de Pitol –Infierno de todos– algunos de sus relatos son bien conocidos, en especial “Victorio Ferri cuenta un cuento”, para muchos el texto que inaugura la obra del veracruzano en cuanto a tono narrativo y singular aproximación a los personajes, criaturas que permanecen en la memoria gracias a una circunstancia o evento detonante donde se combinan con maestría una atmósfera perturbadora y voces narrativas que enmascaran su aparente convencionalidad para, en un instante (que puede aparecer en cualquier punto del escrito), revelarse de manera sorpresiva, con violencia o parsimonia, en la lectura.
En lo particular, descubrir a Pitol como escritor a fines de los ochenta representó para mí dar con una especie de anomalía, un estilo que se distingue de los habituales –en aquella época– nombres clave de la narrativa mexicana que tenía a mi alcance, esto es, Carlos Fuentes, Revueltas, Ibargüengoitia y otros (muy pocos); asimismo, se trató de conocer el producto de una formación muy específica porque, como nadie, aprovechó su labor como parte del Servicio Diplomático de carrera en México para acercarse a lenguas (como el ruso o el polaco) que no atraían multitudes y naciones difíciles de ubicar en los mapas (algo así como “trascender” la sola “experiencia europea”).
Como producto de todo lo anterior, es casi seguro que antes de leer al nativo de Jalapa como autor nos hayamos visto ante una de sus –ahora– muy celebradas traducciones, puesto que gracias a Pitol se leyeron por primera vez en nuestro país a escritores y libros fundamentales (como Elio Vittorini, Henry James, Jerzy Andrzejewski o Boris Pilniak, por mencionar solo algunos), pero no es menos cierto que cuentos suyos como “Vals de Mefisto” o el genial “Nocturno de Bujara”, nos revelan claves de un universo creativo que me atrevo a calificar como único e irrepetible en la tradición mexicana.
Más allá de sus merecidos premios y reconocimientos, de su monumental (y admirablemente discreta) estatura como escritor, Sergio Pitol ha dejado libros memorables, pero mi preferido, con mucho, sería El arte de la fuga (1996), un compendio de presuntos ensayos que pueden leerse como cuentos, crónicas o trozos testimoniales de una vida dedicada a (y justificada por) la literatura. Y todavía más, diría que son escasos o inexistentes los autores mexicanos que toman como ejemplo o modelo a Pitol; ojalá no le vean como pieza de museo o juzguen su trabajo como anticuado o algo así. Coincido con quienes predicen que su obra se revitalizará; y no lo digo porque esté seguro, más bien porque quiero creerlo (porque sospecho que siempre nos hace y hará falta). Que descanse en paz el maestro de maestros.