El nido

Por Ramón Duarte López

Por fin regreso. Años que fueron una eternidad. Puedo sentir la sal en el aire y la polvareda, me siento emocionado, mi pueblo, mi gente, mi barrio, mi callejón. Dejo el carro en casa de mi madre. Me gusta caminar, recorrer mis calles. Qué extraño, casi no veo raza. Después de un rato llego a mi esquina donde tantas noches nos coronamos campeones del mundo y disfrutamos de aquel refrescante, gaseoso y bien merecido trofeo. Ya no hay niños, ni partidos de futbol, ni música, tampoco está don Pancho el churrero ni las quesadillas de doña Lupe, siento un hueco en el estómago, soy un extraño en mi propia casa, los aires de cambios fueron crueles con mi tierra.

Finalmente llego a la casa del Cochi, mi fiel compañero en la infancia, siempre nos metíamos en problemas, pero cuidábamos el uno del otro, demasiado tiempo sin vernos, cuando entro da un salto de su silla y me abraza: ¿Qué paso cabrón?, te perdiste mucho tiempo. El Cochi ya está casado y tiene cuatro niñas, heredó la herrería de su familia, en unas horas me pone al tanto de lo que ha pasado: Ese pinche cristal le dio en la madre al pueblo. Después de unas cervezas lo invito a caminar, sigue contándome sobre el pueblo, es el último de los morros que queda del barrio: Joel está en el bote, al Joaquín y al Pepe los mataron, los demás se fueron a Nogales o al otro lado a buscar trabajo, todo se fue a la mierda, tengo algunos meses ahorrando de a poquito, para irme a la chingada, aquí solo queda muerte y sufrimiento. Una profunda tristeza me hela los huesos. Pasamos por lo que alguna vez fue la plaza, me duele ver en qué se ha convertido, está en ruinas, sus grandes jardines y árboles solo son terrenos baldíos llenos de malvivientes, en lo que queda del kiosco está sentado un cabrón: ¿Te acuerdas del malo para jugar fut, el que iba con nosotros en la primaria, el que siempre dejaban sin recreo por burro y por desmadroso? Pues ahora es tirador y mejor ni voltees para allá porque es un hijo de la chingada y anda armado. Le hago caso al Cochi, ser pendejo y tener un arma es una mala combinación. El Cochi sigue contándome sobre el pueblo: La gente desaparece en la noche, la levantan a media calle o a veces simplemente le dan un plomazo en la cara. Pasamos por lo que una vez fue la iglesia, pero hoy solo es otra ruina abandonada, le pido al Cochi que regresemos al barrio. Mi madre me espera con sus maletas en la puerta, antes de irme intercambio números con el Cochi y le pregunto: ¿por qué permitieron que le pasara esto al pueblo? El Cochi suelta una sonrisa irónica y me responde: Tú te fuiste wey, no sabes que culero se puso el pedo por aquí. Nos despedimos con un abrazo y me voy, pero esta vez es para siempre. El Cochi tiene razón, soy un cobarde que huyo, hace años salí con un sabor a esperanza y progreso, a buscar mis sueños, pero hoy salgo por la puerta de la vergüenza, con un sabor a derrota, ya no es mi pueblo, ni mi tierra, ni mi gente. Veo cómo mi madre llora en silencio en el asiento trasero mientras el pueblo se hace pequeño en el retrovisor.

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