El lector de Pávlov

Fue por esos días que tomé el libro de Vicente Leñero, una tarde que debía dedicar a un trámite en algún banco

Edgar Contreras

Mis niños sonreían enternecidos al ver que aquel cachorro completamente oscuro, enano y peludo cabía perfectamente en cualquier recoveco, acurrucándose para domar el frío y dormir algunas horas más. No podía ser casualidad que ambos llegaran a casa el mismo día: el libro “Más Gente Así” de Vicente Leñero que hace tiempo me guiñaba el ojo desde la plataforma digital de una librería famosa, y la mascota cuya llegada había logrado contener por varios años y que justo ahora me mira desde el suelo, no sé si pidiendo salir al baño o molesto por que ha descubierto que escribo acerca de él.

El reto era difícil, había que lograr que el perrito compartiera mi idea de que es mejor hacer sus necesidades en el patio y no junto a mi cama o a un lado del comedor. Corría el veinteveinte y el trabajo desde casa debido a lo cruento de la pandemia aún era lo más común. En alguna parte había leído que lo mejor era llevar al baño al can en cuestión enseguida de comer, y que a esa edad es recomendable alimentarlos tres veces al día; ¡ya ni yo!, pensé. Mis niños estaban felices, pero ninguno de los dos contemplaba en algún momento dejar sus juegos para vigilar al cachorro, a quien yo pugnaba por que nombráramos Poe, el perro maldito. Al principio no fue bien recibida mi propuesta por más que yo justificara mi idea con argumentos sólidos; siempre surgían en la mesa nombres como “Negro”, “Ninja” o hasta “Perro” les parecía una mejor opción, así que no me dejaron más alternativa que usar una carta que guardaba como último recurso: “podría elegir el nombre del cachorro aquel o aquella persona que se hiciera cargo de sacarlo al baño cada que el perrito comiera”. Fue entonces que, mágicamente y por unanimidad, a todos comenzó a parecerles genial el nombre que había elegido para esa bola peluda y oscura que se había llevado ya una buena parte de mi cheque.

Los primeros tres días fueron los más complicados, yo salía junto con el ahora Poe a esperar a que hiciera sus necesidades para lograr identificar si en realidad había obrado, pero esto podía tardar hasta CUARENTA minutos. Después de los primeros dos días comencé a crear estrategias: por las mañanas, antes de alimentarlo, encendía la estufa para calentar un poco de agua y preparar mi segunda taza de café matutino y entonces esperar esa media hora a que mi perro maldito (sí, ya era MI perro maldito) tuviera a bien hacer del cuerpo. Fue por esos días que tomé el libro de Vicente Leñero, una tarde que debía dedicar a un trámite en algún banco de cuyo nombre no quiero acordarme y en el que, debido a la pandemia, un grupo de unas quince personas hicimos una fila de casi una hora en el exterior de la institución, con un calor que rozaba los cuarenta y cinco grados; mientras otro grupo de unas cinco mujeres: enojadas, asustadas y quizá obligadas a trabajar, nos daban el paso uno a uno como quien permite un momento de gracia a un condenado a la horca, al menos financiera. Esa tarde mientras esperaba leí “Las uvas están verdes” completamente maravillado, Leñero cronista siempre ha tenido ese toque extraño que me hipnotiza completamente. Acababa de leer una de las mejores crónicas de mi vida, alguien me había contado sus peripecias en el mundo de la escritura y cómo la mala suerte le había puesto, frente a su despunte mundial, un par de escritores incipientes que prometían en el mundo de las letras, un tal Gabriel García Márquez y un peruano llamado Mario Vargas Llosa, y la pandemia no me permitía acercarme a menos de dos metros de mi compañero de desgracias en la fila que pocas veces levantaba la cara de su celular, o de la chica que detrás de mí platicaba con alguien acerca de todas las partes de su cuerpo que no sabía tenían la capacidad de sudar. Yo giraba en círculos hacía un lado o el otro, como lo hacía el Poe cada mañana que salíamos juntos a que desechara lo que había comido, él no yo, buscando entre los cubrebocas a alguien a quien platicarle de la maravilla que acababa de leer.

Volví a casa acalorado y ansioso por seguir la lectura, pero el ya acomodado Poe pensó que no era lo mejor en ese momento y que debía yo limpiar un par de charcos que, prudentemente, regó por la sala de la casa y claro, luego habría que servirle su comida: croquetas de cachorro sumergidas en leche de cachorro, machacadas por un esclavo de cachorro que luego tendría que espera cuarenta minutos al sol para que la bola peluda hiciera del cuerpo. La mañana siguiente fue distinta. Luego de intentar escribir un par de horas con una pequeña, pero constante molestia que mordía mis pantuflas y preparar más café, tomé mi copia de “Más gente así” y lancé una mirada al Poe, que me devolvió convencido de que estábamos condenados por unanimidad a pasar las mañanas y tardes, unos cuarenta minutos cada vez, observándonos mutuamente esperando la digestión del cachorro. Resignado salí esa mañana al patio aún con un clima agradable a punto de morir. Deposité al animal en el suelo, mi taza de café en una pequeña mesa junto a una banca desde la que podía ver al Poe hacer sus necesidades y leer un poco sin que el sol me molestara. Entonces abrí el libro y oteaba al Poe que se dedicaba a orinar en cada planta y llanta que encontraba a su paso. Hay un ritmo que es casi imposible descubrir, ya no se diga copiar o entender, en Vicente Leñero, tiene ese tempo genial que te lleva de una página a otra, de una anécdota a otra, de un día a otro acompañando al perro a deponer, sin que uno se percate bien a bien cuánto tiempo ha pasado. Aficionado del futbol como soy, me gusta comparar a Leñero con Xavi, el mediocampista del Barcelona quien, cada que el balón estaba en sus pies parecía detener el tiempo, transcurrir todo como en una coreografía bien aprendida por los veintidós pelados que trotaban en el campo, fluir siempre como deben fluir las cosas y realizar cada movimiento exacto, preciso, ese y no algún otro, en el tiempo en que debía realizarse haciendo lucir al futbol como algo que cualquier mortal podría jugar exactamente igual que él. Así leo a Leñero, con una agilidad y maestría que hacen que uno transite por sus textos pasando por cada palabra, cada adjetivo, cada descripción, maravillado por una magia oculta que sucede justo en el momento en el que abres una crónica del autor de Los Albañiles.

De pronto comenzaba a no importarme el tiempo que el Poe tardara en las mañanas para encontrar la inspiración y hacer sus gracias. Por las tardes el calor era ya insoportable, tanto que el mismo cachorro apuraba sus caminatas y el resto de sus deberes afuera. Al día siguiente noté en mí cierta felicidad al tomar mi taza de café, mi copia de “Más gente así” y enfilar al patio con mi cachorro maldito a que perfumara el ambiente. Creo que el Poe comenzaba también a disfrutar esas mañanas: corría un poco, olfateaba todo lo que estuviera a su paso, jugueteaba y de vez en vez era aplastado por las patas del Coffee, un perro criollo, cholo y rebelde que habita el patio de la casa; más bien, que recorre el mundo de día y pernocta y come en el patio de la casa.

No me queda claro si cada vez fueron más rápidas las salidas al baño, o si el tiempo me parecía correr más aprisa leyendo por las mañanas. Luego comenzó a molestarme que, confundiendo el rol de cada uno, el Poe se apersonara frente a mí rascando mis pantorrillas con sus garras y emitiendo algún sonido agudo para que entráramos a casa y él pudiera echarse al piso fresco de la habitación refrigerada.

Debió ser el cuarto o quinto día cuando mi emoción porque el can terminara su comida era evidente e incontrolable. Salivaba metafóricamente esperando el momento maravilloso de dar un trago a mi café y leer otra crónica de Leñero. Estoy seguro, aunque aún no he podido comprobarlo, que el cachorro maldito me miraba desde su cama, todas las mañanas, hacía un par de notas mentales que después escribiría en algún lado acerca de mi comportamiento; se levantaba indicándome que era hora de alimentarlo, volvía a anotar; mientras comía me observaba preparar más café y tomar mi libro emocionado, escribía; luego apenas se levantaba del plato yo corría a abrir la puerta de la casa y salía disparado a la misma banca, a lado de la misma mesa donde colocaba emocionado el café y abría el libro. No tengo pruebas pero tampoco dudas que esas notas existen en algún lugar de la casa; si alguna vez pudiera leerlas estoy convencido que dirían: “sexto día, he logrado condicionar al humano; es un tipo agradable y fácil de domesticar, bastan algunos movimientos por la mañana para que, emocionado, corra por un artefacto que sólo observa, sin olerlo ni morderlo u orinarlo y una vasija que lleva a su boca de vez en cuando haciendo muecas extrañas. Este experimento ha tenido buen fin. La próxima semana intentaré llevarlo al exterior de la casa”.

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