
Bruno Herley.
La muerte inesperada es tremenda, uno, al principio, no lo cree, lo siguiente es corroborar la noticia, pero al paso de los días la incredulidad hace su presencia y tratamos de ir con el ausente a realizar las actividades cotidianas, hasta caer en cuenta que ya no hay nada, entonces los recuerdos dimensionan la partida y cierta acidez recorre la boca hasta formar un hueco en el estómago. La nostalgia, las cosas inconclusas, las palabras en el aire, todo, nos devuelve a la cordura, a la aceptación. Y ahí vamos, justificamos nuestro paso por el lugar donde miramos por última vez a esa persona y gozamos, de manera íntima, la ausencia del otro, ese dolor tan apegado a la muerte, a la idiosincrasia de la tragedia.
Hace diez años, al llegar al lugar donde vivo, descubrí un negocio que su especialidad era la venta de raspados, también había refrescos, papas fritas, dulces y toda aquello que lo convertía en la delicia de los chicos chuchuluqueros. Quien atendía el negocio, Pancho Mísquez, era un hombre alto y delgado, de manos grandes y voz fuerte, parecía un gran danés detrás del aparador. Bastó la breve charla por primera vez y saber que compartíamos amigos y diferencias políticas, para que naciera una amistad enorme. A veces, el ir a comprarle algo era el pretexto para platicar y discutir cualquier tema, como buen tendero, tenía la información de primera mano a pesar de no tener teléfono inteligente, era de la vieja guardia, esos que creen en la palabra hablada, en la cultura oral de los barrios. Su tienda era punto de reunión para los ratos libres, para conocer gente, para el debate, era ahí el Facebook de los viejos.
Diez años conviví con él, tiempo que guardará mi memoria, esa caja de pandora que en ocasiones dudamos en abrir. Permanecerá el vacío allá afuera, pero dentro siempre estará él, habrá momentos puntuales para recordarlo, cuando pase por su tienda sentiré la leve pesadumbre de la ausencia y evocaré algún disparate, los pesos perdonados en la compra, las noticias de la calle, todo eso que apelaba a beber refrescos con harto hielo. Solo resta decirte, Pancho, que ahí queda tu banca amarilla, el plan de suplirla por mesitas para incentivar más la plática, las preguntas tontas de obviedades para descongelar la llegada repentina, tus pleitos por las botellas. El Licenciado, el Pancho, el ingeniero pedo, el Luchador, el Borrego, Pancho el Taquero, las doñas de la taquería, todos, ya te extrañamos. Hasta siempre, amigo.