Desencuentro

Silvia Rousseau

Creí en la amenaza y caí en la trampa. Mis colegas de la generación 72 de la UNAM de la Facultad de Medicina, realizan encuentros anuales con la finalidad de unir lazos de la vieja amistad de juventud. Nunca he creído que en esas reuniones viajemos en el tiempo, porque de aquellos jóvenes ni el polvo queda. Con los años somos otras personas, hemos envejecido y cada quién aprendió otra forma de endulzar la vida.

La noche del domingo recibí una llamada. Me indicaban que la reunión de colegas se estaba llevando a cabo en Hermosillo, con tiempo anuncié que no iría, pero al notar mi ausencia, hubo quienes decidieran desplazarse a mi ciudad para saludarme.

Me pareció una descortesía hacerlos viajar hasta Obregón, doblé las manos, me desplacé a la capital, unas horas con ellos no me haría daño. Dos días después tomé un uber con mi maleta, subí al auto y empecé a llorar. El chofer fue mi paño de lágrimas. Le expliqué al muchacho el motivo de mi llanto mientras conducía a la central camionera.

Tenía cuarenta años sin ver a mis colegas, casi no los conocí, pero de algún modo se transparentaban sus conductas de otros tiempos, seguían siendo los mismos misóginos de ayer, controladores, competitivos como escolares, los que veían a sus compañeras como lo que fuimos, seres secundarios, lunas orbitando cerca de ellos. Seguíamos siendo unas niñas que no entienden un albur, chicas inexpertas a las que se les puede agredir con la palabra soez, descalificarnos por diversión y otras situaciones injustas. En la camioneta, mis compañeras no dijeron nada de la desfachatez de los señores, estaban acostumbradas al maltrato verbal y hasta cerraban el círculo del machismo aceptando todo como abnegada mujer mexicana. Me sentí mal, me quejé del bullying, quise decir que ahora soy una señora mayor, exigir respeto. No llegué a pronunciar nada, porque una de las señoras que acompañaba al colega, expresó esta joya que no tiene desperdicio: “No seremos molestadas, si no damos motivos”.

Llovía en Hermosillo, el agua estaba fría, como el baño que había recibido en pleno siglo veintiuno. Arremoliné mi anatomía en el asiento de la camioneta y canté: “Cambalache”. Ninguno de los allí enlatados en el vehículo, pudo comprender el alcance de ese tango, pasa otro siglo y continúa vigente, tan actual. Qué pensaría su autor, el señor Enrique Santos Discépolo si fuera con nosotros en el carro, así como van las cosas, seguiremos jodidas por los siglos de los siglos, palabra va, palabra viene, feminicidio va, feminicidio viene…

“Qué el mundo fue y será una porquería ya lo sé, en el 510 y en el dos mil también/ qué siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafaos, contentos y amargados, valores y doblés/ pero que el siglo veinte es un despliegue de malda insolente ya no hay quién lo niegue, vivimos embarraos en un merengue y en el mismo lodo todos manoseaos/ hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, inocente, sabio o chorro, pretencioso, estafaor, todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor, no hay aplazaos ni escalafón, los inmorales nos han igualao…/

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