De raite

Yo traía el dinero de la guitarra en el calcetín izquierdo y el Maikis traía un cigarro en cada oreja

Heriberto Duarte

Hace algunos años, más de diez, tenía diecisiete. Era otro tiempo y yo era otro vato, digo, el mismo, pero más joven. Ni celular quería usar y las redes sociales me daban igual, me enteraba un poco de eso por lo que mis amigos decían, pero yo estaba decidido a no usarlas nunca. Bueno, esa es una historia para después, lo que hoy les quiero contar es sobre un viaje que hice a Ciudad Obregón y la cosa se puso inolvidable.

Acá donde vivo no venden guitarras de calidad. Casi nada bueno venden, a excepción de un par de tacos y hotdogs, por eso cuando se requiere adquirir algo más o menos bueno, hay que moverse un poco fuera del pueblo.

Tenía ya varios meses ahorrando para comprarme una guitarra en una tienda de Ciudad Obregón, pero el dinero justo me alcanzaba para la guitarra, no para los camiones, ni para un agua de horchata en el camino y con el calorón de aquel agosto…

A los diecisiete uno es bien desesperado y me urgía lanzarme por ella. Invité a mi amigo Maikis a que nos fuéramos de raite. Como casi nunca pasa nada en este pueblo, una invitación de ese tipo en sábado por la mañana, y a esa edad, es una misión que debe ejecutarse.

Siempre les digo a los compas que una de mis cosas favoritas en esta vida es estar sin hacer nada y que de repente me conviden a tirar escombro en una troca, a recoger una lavadora que le regalaron a alguien, a un taller mecánico a ver cómo terminan de arreglar la transmisión del auto de un amigo. Pero esas historias, también son para después.

Caminamos desde el barrio a la salida del pueblo, a alzar el dedo para agarrar el raite que nos llevaría. Yo traía el dinero de la guitarra en el calcetín izquierdo y el Maikis traía un cigarro en cada oreja. Fíjate que tenía ganas de ir a Obregón, me dijo el Maikis mientras esperábamos que nos levantaran. ¿Apoco? Le dije. Eei, me dijo. A Obregón o a la playa.

No pasaron ni quince minutos cuando nos subió una Toyotita de unos trabajadores. Iban hasta allá, así que el raite era directo, además traían un iglú con agua fresquesita que les fuimos ordeñando varias veces en el trayecto con una botella que venía en la caja de la troca.

Nos acostamos a ver el cielo como una cinta transportadora frente a nuestros ojos con pájaros, cables y nubes. Echamos el humo de los cigarros del Maikis y hablamos sobre morras y canciones. Le conté que esa noche había soñado con una güera que nunca había visto, que tenía pulseras tatuadas en las piernas, que en el sueño antes de irse y después de darme un beso me dijo que se llamaba Daselva. Antes de terminar de contarle, me dijo el Maikis, Sueñas puras pendejas tú, así que me reí y seguimos viendo pasar el cielo. Él tenía razón, sueño siempre pendejadas. Como la vez que soñé que una anciana detenía un rayo de sol con sus ojos, o cuando dirigí un coro de niños que cantaban canciones de marineros, o ese donde me perseguía una pandilla de zorrillos sin cola. Todos mis sueños se los contaba al Maikis, por eso tenía el derecho de clasificarlos en “puras pendejadas”.

El raite nos dejó en una plaza del centro de la ciudad y caminamos un poco hasta la tienda musical. Traía en mente lo que quería, pero cuando llegué, una guitarra totalmente negra que en el interior decía “Rockera”, me llenó los ojos. A los años descubriría que ni era tan buena, pero uno a esa edad prefiere el estilo antes que todo. Hasta costaba cien bolas menos que la planeada. Así que salimos corriendo de la tienda con una guitarra nueva y dinero. Salimos corriendo porque la guitarra es tuya hasta que te vas de esos templos de sueños llamados tiendas de música.

Caminamos a la plaza, en una banca afiné la guitarra mientras el Maikis completaba otra misión a la tiendita: una coca de litro para los dos, unos Sabritones para los dos, y una caja de cigarros baratos para los dos. Todo mal el Maikis: la soda la trajo de toronja, en lugar de algo enchiloso trajo unas galletas bien tristes que nos secaban la garganta y los cigarros los compró sueltos, como diez, sueltos. No hice coraje porque andaba estrenando guitarra y además se puso a bailar arriba de la banca mientras yo improvisaba el bajo de una cumbia: pom pom póm, pom pom póm.

En esa estábamos cuando se nos acercó un señor que en el futuro recordaríamos como Don Pachuli. Su nombre se nos olvidó tan pronto como lo dejamos de ver. Don Pachuli era un Ned Flanders, un Jon Bonachon. Tenía un bigote blanco y su cabeza calva, usaba un suéter aburridísimo y llegó con el pretexto de cantarnos una canción.

Nos vimos a los ojos con el Maikis en la complicidad de ¿y este ruco qué?, mientras él hacía como que la afinaba yo le decía que ya estaba afinada, él hacía como que no me escuchaba y yo hacía como que no se me notaran las ganas de que nadie tocara mi guitarra nueva, de hecho, la primera nueva que había tenido en mi vida.

Cantó algo como ese rocanrolito persignado, con esa onda de Agujetas de color de rosa, pero no era esa porque de haber sido esa me acordaría. Pero sonaba así y parecería que Maikis y yo éramos el mejor público que Don Pachuli había tenido en su vida. Cantaba y movía la cadera y cuando bailaba olía más fuerte a Pachuli, dolía la nariz. Pinchi viejo, ya devuélveme mi guitarra nueva, pensaba y compartíamos un cigarro, que aminoraba el mal olor y la espera.

Le dije cuando terminó su Tiny Desk Concert que teníamos que irnos para que me devolviera la tarragui. Nos sacó más platica con magia conversadora y nos dijo que en su camino tenía que pasar por nuestro pueblo. Nos contó que vendía piedras, esencias y ramas, en tiendas naturistas. y el Maikis le dijo que si traía tantas piedras de la suerte por qué no era El Hombre más suertudo del mundo, y Don Pachuli con una sonrisa terrible le soltó: ¿Cómo sabes que no lo soy?

Nos subimos a su carro que era una guayina más nueva que vieja y también estaba inundada de olores ácidos y oscuros. Me subí atrás con la guitarra entre las piernas y el Maikis la hizo de copiloto. Don Pachuli seguía hablando con paciencia sobre cosas que hacía a nuestra edad y escuchábamos sin hacer muchas preguntas, pero se le veía contento de ser parte de nuestra pandilla, aunque nosotros cada dos o tres minutos nos veíamos con maldad para reírnos con los ojos, de lo que nos contaba. A esa edad, sólo lo que nosotros pensábamos: valía.

A media carretera el viejo nos propuso invitarnos a comer en una fonda junto a una gasolinera. La suerte seguía de nuestro lado, pedimos picadillo con frijoles. Don Pachuli que se quedó un rato afuera mientras nos atendían, volvió a la mesa con un nuevo elemento: un trampa que tomó el tren hasta la frontera y vino de reversa con la mochila vacía de sueños. Nos contó de la travesía con la voz en volumen casi a cero. Don Pachuli pidió dos caldos de pollo para ellos y comimos juntos. El Maikis con la mirada me preguntaba: ¿Y este vato qué?, mientras veía comer al trampa, con más hambre que nosotros.

Cuando dejamos los platos limpios el trampa pidió permiso para ir al baño. Don Pachuli nos dijo que viajaría con nosotros el resto del camino, así que al Maikis le dio una cruceta y a mí un bat pequeño de béisbol que esconderíamos bajo el asiento. No va a pasar nada, pero en caso de que el señor me quiera hacer algo, defiéndanme, nos dijo, y nos apretó los hombros con confianza. Le dijimos que sí, con nuestras miradas ya serias. Nos acababa de dar armas y otra misión a completarse.

Antes de subirnos de nuevo a la guayina, el Maikis se me acercó y entre dientes le pude entender un sígueme el rollo. Con los ojos me decía cosas raras. Él iba atrás ahora conmigo, y el trampa enfrente con Don Pachuli.

Algo se le había metido al Maikis en la cabeza, trataba de convencerme y yo no entendía. Con otra seña le preguntaba qué qué y me tentaba la oreja para explicarle que no entendía y como que se enojaba. Estábamos en esa danza de señas cuando Don Pachuli me propuso que tocara alguna canción. Canté: Llevo varios días sin probar bocado / y lo peor de todo es que no tengo ni un centavo / ni ningún amigo, ni ningún pariente / que me invite a su casa a comer algo decente… Mientras cantaba el Maikis hizo de batería con el asiento en una mano y con una moneda le pegaba a la ventana. Don Pachuli manejaba y nos veía por el retrovisor.

Seguimos por la carretera entre pláticas y canciones y el Maikis me hacía señas otra vez y yo seguía sin entender. En eso decidió el Don pararse a mear al lado de la carretera. El trampa se bajó también y yo estaba tanteando la idea de aprovechar para fumar y me recargué un poco para descansar la nuca. Apenas iban a media meada nuestros compañeros de viaje cuando sentí el brinco del Maikis hacía enfrente. Prendió el carro y salimos en chinga de ahí. Hey aguanta, pirata, qué tranza, y esa cura qué, le grité. No nos va alcanzar el viejo, dijo con una furia extraña. Volteé hacía atrás para ver a través de la ventana al trampa que se había metido entre las ramas y a Don Pachuli que corría con los pantalones en el piso, y con los huevos de fuera. Algo gritaba también; me cagué de risa y de miedo. El Maikis bajó la velocidad y me reclamó que no le entendiera el plan. Pinchi viejo hediondo y enfadoso, ahorita vamos a dejar el carro, no te paniquees, vamos a la playa, me dijo. Me pasé al asiento de adelante y seguimos andando con el sol en la cara.

Llegamos al atardecer a Santa Bárbara. Vimos caer la luz atrás del agua y la noche nos pidió que volviéramos al barrio. Abandonamos la guayina sin robarle nada de la guantera. Ni de las cajas de piedras de la suerte, del amor y la abundancia.  El Maikis sí tomó una, pero no recuerdo la forma.

Caminamos hasta la carretera y alzamos el dedo otra vez. No podía dejar de reclamarle a mi amigo lo que había hecho, un reclamo de risa. La culpa me daba risa, la osadía me daba risa y a él le daba más risa. Una troca nos subió al poco rato y volvimos al pueblo acostados en una caja bajo la noche estrellada, viendo pasar el cielo con ojos nuevos. Nos comimos las galletas que sobraban y nos fumamos otro cigarro con la boca seca.

Hace unos años acepté hacerme una cuenta de Facebook para buscar al Maikis; en el buscador puse Maikis, Miguel, Maik, Mike, Mais. No encontré nada. Quisiera contarle que a veces cuando me vuelve a aburrir este pueblo, me pongo un cigarro en la oreja y camino a la salida a levantar el dedo. En ocasiones necesito estar en un auto ajeno viendo el cielo pasar, yendo a buscar que algo que ni siquiera sé que es. Y contarle también que a veces lo sueño, a ver si otra vez me dice que sueño puras pendejadas.

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