No solo por su notable aportación al periodismo, que para finales de los noventa ya era notable, sino también por su trayectoria política como activista en el mítico comité estudiantil Procasa
Joel García
¿Cuántas palabras, cuánto sentido del humor o cuánta ironía se necesitan para hacer de un libro que habla de la cotidianidad cubana, un texto contrarrevolucionario?
Al parecer, a Arturo Soto apenas le bastó una línea, un párrafo para convertirse, ante los ojos del aparato represor cubano, en todo un agente encubierto de la CIA.
Recuerdo que cuando conocí al Chapo Soto, o más bien, corrijo, cuando conocí los textos de El Zancudo, el Chapo ya era una leyenda en los pasillos de la escuela de Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Sonora. Sobre todo, era conocido entre estudiantes ligeramente politizados y con cierta conciencia —y rencores varios— de clase. No solo por su notable aportación al periodismo, que para finales de los noventa ya era notable, sino también por su trayectoria política como activista en el mítico comité estudiantil Procasa, que para nosotros los estudiantes que teníamos la referencia, el Procasa era el arquetipo de lucha a seguir. Significaban la vanguardia. Dicho comité estudiantil —fundado en 1983— permitió que jóvenes de escasos recursos y provenientes en su mayoría del sur del estado: Cajeme, Navojoa, Huatabampo, Etchojoa, tuvieran una experiencia única. Porque aparte de tener dónde vivir mientras cursaban la universidad y de luchar por el legítimo derecho a una vivienda digna, paralelamente tuvieron en el Procasa una escuela de lucha y compromiso social, y de paso varios de sus miembros aprendieron a ser líderes en cada una de sus respectivas escuelas, fortaleciendo así la organización y la lucha estudiantil al interior de la Unison. De hecho, algunos académicos y estudiosos de movimientos sociales en Sonora, como mi tocayo el doctor Joel Verdugo Córdova, se atreven a plantear que el comité Procasa fue la vanguardia y el motor del movimiento estudiantil de la Unison y de paso el detonante de que la clase media-baja se involucrara y fagocitara la lucha popular en todo el estado y poco después también lucharían por la defensa de la mancilladísima autonomía universitaria provocada por la Manlio negra que culminaría con la imposición de la ley 4 a principios de los noventa.
Pero les decía, conocí al Chapo Soto hacia finales de los noventa gracias al taller de prensa que impartía la maestra Norma Alicia Pimienta en la escuela de Ciencias de la Comunicación de la Unison. Tengo que decir que, por aquellos años, era yo un mozalbete con muchos sueños y mucho pelo que, como todo buen estudiante con rencores y complejos de clase, detestaba a la clase política gobernante.
La clase de la maestra Pimienta era por demás atípica, desde el acomodo de los mesabancos, pues, antes de cada sesión, rigurosamente la maestra nos pedía que hiciéramos un círculo para estar todos alineados y deshacernos de la anquilosada jerarquía del maestro en el aula.
En esas entretenidas y aleccionadoras clases, la Pimienta nos presentó las plumas más notables no solo del periodismo nacional y latinoamericano, sino también del panorama literario y hasta de la dramaturgia. Fue así como conocimos algunas publicaciones imprescindibles para todo comunicólogo: Proceso, la Revista Mexicana de Comunicación, Nexos, Letras libres, La Jornada, el Chamuco, La mosca en la pared y un largo etcétera. Y también fue así como leímos y tallereamos textos de don Vicente Leñero, Kapuscinski, Julio Scherer, Miguel Ángel Granados Chapa, Gabriel García Márquez, Eduardo Galeano, entre otros. Del ámbito local, recuerdo que apenas alcanzó a aventurar algunos nombres, muy pocos, pero sobre todo nos urgió a leer, poniéndolo de ejemplo a seguir, a la pluma que ella consideraba en aquel momento, la pluma más estimulante del panorama del periodismo local, y, de paso, la profa presumía que también era de su tierra: el valle del yaqui. Tienen que leer al Chapo Soto, espetaba.
Pero no nos dispersamos más y mejor regresemos a la hazaña de querer presentar un libro de crónicas que recorren de a pie los caminos de una trasnochada dictadura latinoamericana, donde se narra, por ejemplo, que después de un terrorífico paseo urbano trepado en un camello tropical (típico transporte urbano habanero), experiencia que por cierto casi, casi resulta ser un deporte extremo, y que al bajarte del mismo, de la bolsa izquierda del pantalón sacas un ejemplar impecablemente doblado del mítico Granma y te limpias el vómito de los zapatos, donde pa’ cabarla de chingar aparece en la portada el mismísimo comandante Fidel Castro acompañado de otro personaje dictadorzuelo, mejor conocido como Hugo Chávez. Si este pasaje no es una abierta provocación a los sensores de la revolución, entonces de plano ya no entendí nada: “Me bajo. A salvo en la banqueta, limpio mis zapatos con el ejemplar del Granma que, cuidadosamente doblado y metido en la bolsa izquierda trasera de mi pantalón, aguardaba para ser leído una vez que bajara de esa aventura”. Una de dos, o el Chapo peca de ingenuo, o bien, es un sujeto extremadamente temerario que, evidentemente, no se toma la vida muy en serio y, en todo caso, como decimos vulgarmente acá en el noroeste mexicano, tiene muchos huevos para hacerlo. Por cierto, el vómito que previamente depositaron sobre la pequeña humanidad del zancudo narrador, fue obra de una extrañísima mulata. Pero basta de spoilers, mejor háganse de su ejemplar y lean “Transporte extremo” pág, 57.
A propósito de censura, no me extraña en lo más mínimo, que el paranoico e intolerante régimen cubano haya considerado como texto contrarrevolucionario este volumen de crónicas que indaga en los recovecos de una revolución socialista, que explora, no sin poco humor e ironía, la periferia de la humanidad latinoamericana; con la genuina curiosidad de un periodista con conciencia de clase, formado en el fragor que otorga la calle, es decir, a salto de mata, pero también en la lucha estudiantil universitaria y, de paso, emanado de un movimiento social donde la chinga que implica ser solidario con los otros que además por lo regular suelen ser desconocidos, ¿O a poco alguien cree que haber andado camellando en marchas, mítines, plantones y colectas de víveres es una actitud burguesa contrarrevolucionaria? Pero los pobres policías cubanos, qué chingados iban a saber, carajo. De haberlo sabido, es decir, de haber conocido la currícula revolucionaria del sospechoso periodista, estoy seguro que el sistema de inteligencia cubano lo hubiese recibido —en el aeropuerto— hasta con mariachis.
Dicho lo anterior, sospecho, porque conozco la pluma atómica del autor de marras, que llevar a cabo semejante hazaña, es decir, insisto, querer presentar unas crónicas que abrevan de la vida cotidiana de una dictadura, entraña un acto de valentía suprema. Sobre todo, porque conociendo la incansable curiosidad del Chapo, resultaría poco creíble que su pluma no escribiera nada sobre su visita a la isla y no penetrara con ella hasta la cocina de la cubanidad (perdón por la imagen tan lúbrica).
Así las cosas, si algo caracteriza la prosa de El Zancudo en este volumen, es precisamente su filo, su agudeza al describir la espesura de lo real y la capacidad de ponernos como lectores en el lugar del otro al analizar los acontecimientos cotidianos que, en este caso, también son políticos y, aparte, teniendo la fortuna de estar plagado de humor, pero, me parece, no estamos frente a cualquier clase de humor, porque el Chapo, posee ese humor tan escaso y tan en vías de extinción que, el improbable lector de antemano agradece, porque como bien dijera alguna vez Juan Villoro sobre el bendito humor en la obra del maestro Ibargüengoitia, estamos frente a esa clase de humor que se desprende de la inteligencia al escudriñar la realidad.
En De la Habana a Camagüey (Ed. MAMBOROCK 2023) el Chapo hace un recuento de un universo donde obviamente abundan los dramas sociales, pero, donde también, afortunadamente, abunda la solidaridad y la candela caribeña. En sus indagaciones involuntarias por la isla devenidas en crónicas, a Arturo Soto apenas le bastan una tercia de herramientas putamente humanas para hacernos imaginar la realidad del otro: observar, escuchar y sentir para luego escribir. Lamentablemente, como todos sabemos, la ceguera voluntaria que provocan ideologías y proyectos políticos totalitarios contradicen, escandalosamente, las buenas intenciones de una revolución por más socialista que esta sea.
Ahora, estimado revolucionario lector, querida contrarrevolucionaria lectora, si me permiten, me retrotraigo unos treintaicinco años en el tiempo.
Leyendo “Crónica de un decomisó” (pag.14) me acordé, a propósito de lo que el Chapo dice: “…Eran tiempos de marcha mitin y plantón, colecta de medicinas y víveres; pinta, pega, boteo y volanteo. De asumir la clandestinidad literalmente porque, a excepción del eufemísticamente sistema de inteligencia mexicano, casi nadie más sabía de nosotros como vanguardia revolucionaria de los pueblos del mundo…” Les decía, con este pasaje me acordé de una anécdota familiar que ahora cuento: resulta que una vez, cuando servidor cursaba tercero o quizá cuarto grado de primaria, mi padre llegó de un largo viaje al otrora Distrito federal. El “Peque”, así le decían en la clandestinidad de su militancia, había sido comisionado junto a otros camaradas, por el comité central del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), a entregar víveres para la lucha centroamericana, particularmente para apoyar a la lucha sandinista que se libraba en Nicaragua. Pero al parecer a papá la misión de la entrega de víveres se le mezcló con la baquetonada revolucionaria y con su confesa asiduidad a visitar el bar Tenampa de Garibaldi. Porque el chingado viaje duró poco más de dos meses entregando el encargo y, al regresar, la Aurora, mi madre, por supuesto que estaba encabronada. Pero la cosa no paró ahí, porque era tal el emputamiento que cargaba mi amá, que convocó a sus suegros a reunión extraordinaria, es decir, a mis abuelos paternos para que hablaran con su hijo porque ya no lo aguantaba. Lo que madre de plano ya no toleraba era la enajenación de su marido para con la gran causa socialista latinoamericana. Es decir, estaba harta de sus largas ausencias de casa por culpa de su chingada militancia (sic), y de su compromiso (que francamente a esas alturas rayaba en algo patológico) con el Partido Revolucionario de los Trabajadores, y, por supuesto, estaba cansada de que el Peque no aportara casi nada a la de por sí pauperizada economía familiar. Por lo que, para no hacerles muy largo el cuento, no le quedó de otra más que pedirle consejo a los suegros. Mis abuelos, oriundos del Valle de Tacupeto, parcos como ellos solos, se limitaron a preguntarle a papá cómo le había ido en su larga estancia en la capital y, de paso, aprovecharon para preguntarle si acaso había tenido tiempo de visitar a la virgen de Guadalupe en el cerro del Tepeyac. La llamada de atención nunca llegó.
Recurro a esta digresión so pretexto de contextualizar el grado de enfermedad que puede engendrar una ideología en una generación entera. Porque vaya que esa generación a la que entiendo también pertenece el Chapo Soto, pretendía hacer la revolución para cambiar el orden establecido de las cosas, con toda la ingenuidad y el humor involuntario que ello entraña. Sin embargo y pese a todo, es una generación quemada que, me parece, se salvará de ser juzgada negativamente por la implacable rueda de la historia, porque los muchachos perseguían una utopía y el fin justificaba los medios, ¿cierto? Y tratar de alcanzar ese bello sueño colectivo de hacerse un mundo mejor para todos, es decir, tener una utopía generacional, nunca podrá ser juzgado como algo menor.
*Texto leído en la presentación de De la Habana a Camagüey, en Librería Pequebú.