Jesús Montalvo
Aunque Collodi nunca lo dijo, los eventos ocurrieron de un modo muy distinto.
Ahora que salen a la luz estas páginas castigadas por el tiempo, halladas en el baúl de una casucha en Italia, ¿se trastocará el imaginario colectivo respecto a la versión marcada hasta la fecha como oficial? Quizá no, lo más sensato será que no. El siguiente relato, a lo sumo, será leído con la sonrisa condescendiente de quienes lo juzgarán como mero ejercicio pretencioso, canallesco, un vulgar pastiche para fumettide kiosco. Aún así, vida y obra fueron verdaderas.
Geppeto quería tener un hijo. En su juventud saboreó el dulce y el amargo del matrimonio. Lo intentaban y lo intentaban, sin éxito. Conforme pasaban los años más lo anhelaba. Desesperadamente. Luego, viudo, con los testículos muertos, quedó desterrado por sí mismo a una vida en soledad. El anhelo persistía, incansable, fermentado en su terquedad de anciano. El oficio apenas le brindaba un asidero del cual aferrarse con todas las uñas. En cada marioneta que tallaba -rostros inanimados pintados por su mano nudosa-, la tristeza le arrancaba lágrimas insípidas.
Los libros llegaron después. No cualquier tipo de libros, sino aquellos que descansan polvorientos y pacientes en sótanos viciados, en guaridas de bibliófilos que darían su alma a cambio de algunas páginas sueltas del Al-Azif o del Vermiss Misteriss. Buscando, estafando, mintiendo y robando, Geppeto dio con el volumen que le daría la respuesta. En la séptima línea del séptimo capítulo venía el conjuro. Lo llevó a cabo. Volcó el poder en un títere de pino. Funcionó.
Los ojos de la creatura brillaron con el oscuro hálito de vida. Jadeó en busca de oxígeno, convulso, como si pretendiera recuperar de golpe todo el aire que no respiró antes de ser Pinocchio.
Una estación dio paso a la otra. Geppeto nunca había sido más feliz, sin embargo, abrazaba la dicha a la par que descuidaba el trabajo.
El hijo aprendía rápido, recibía la información del mundo con los ojos enormes de maravilla. Aunque su capacidad de asombro se convirtió, en muy poco tiempo, en la mirada inquisidora y apática del hombre que lo ha visto todo. Pero no era un hombre. Pero no era un niño. Una aberración, un desafío cósmico si se quiere. Conocía su condición, las limitantes de la madera en la que vivía encerrado. Una caricatura achaparrada y burda, grotesca, de la anatomía humana. Los motivos para odiar a su creador se podían enumerar sin complicación alguna. Sobre el viejo ejerció la humillación con puntualidad y vigor, como un acto militar o religioso. Le contaba historias íntimas y secretas que supuestamente sólo Geppeto sabía, se las contaba con las voces de los muertos que alguna vez le significaron algo. Otras veces recurría a la automutilación, llevándose a hachazos piernas y brazos. Entonces el viejo, con el dolor del padre que ha fracasado, le reparaba las extremidades, cuyas heridas secretaban savia purulenta. Pinocchio reía.
Se perdía en las calles durante días. Regresaba con objetos e historias terribles que habrían hecho temblar al criminal más curtido. Los pueblos comenzaban a temerle, temerle a “eso” que surgía de las sombras para correr por callejas y tejados, resonando sus pequeños zapatos de madera maldita. Un rabino respetado les recordó al Golem, aquella leyenda medieval que persistía en los guetos de Praga.
Pinocchio reía. Tenía conciencia, un bicho deforme que lo alentaba a continuar su delirio. La mentira para Pinocchio era moneda corriente, y la despilfarraba. De su nariz solo había una concavidad resinosa, la arrancaba constantemente ante el castigo de faltar a la verdad; dolía, pero el dolor era algo bueno, lo hacía sentirse vivo, casi humano.
El padre le reprochaba el sadismo. El hijo esgrimía el argumento de no haber pedido nacer, y de nuevo lo torturaba con las voces de sus muertos. Cuando se largaba a la noche, dejaba tras de sí enfermas carcajadas que recordaban los alaridos de los zorros o de los gatos con rabia. Se aficionó a la iglesia. No al sermón en latín eructado por un cura holgazán. Lo que al hijo le gustaba de la iglesia era el espectáculo después de la misa. Acompañados por sus mayores, decenas de niños salían a la brisa matutina, vestidos con sus mejores ropas, limpios y tersos, contentos de cumplir con Dios. ¿Por qué Pinocchio no podía ser como ellos? Sí puedes, le dijo el insecto que fungía de su conciencia.
Niños desaparecieron en el pueblo. Sus cuerpos, o lo que quedaba de ellos, eran encontrados días después. Solo fragmentos, costillares, osamentas, como masticados por una bestia. Una noche, el hijo se presentó ante el padre para preguntarle si ya era un niño de verdad. El viejo lo miró y por un instante, por un brevísimo instante, creyó que por fin se había cumplido el sueño de ver a su pequeño convertido en carne y hueso. Pero las luces del hogar revelaron el engaño. Pinocchio, en efecto lucía, de pies a cabeza, a primera vista, como un niño de verdad. Incluso su cabeza presumía un amasijo de cabellos alborotados… esto, como la carne que lo cubría, eran ajenos. Un disfraz humano, confeccionado con infantiles trozos de piel sujetos al cuerpo con numerosos clavos y tachuelas. Geppeto no demoró en relacionarlo a los crímenes. Y debía detener la maldad, ponerle fin aun sabiendo que ya era tarde, que nada podía exonerarlo. Pinocchio sostenía una sonrisa delirante. Las marionetas colgadas, sentadas y arrinconadas en el taller, parecían mirarlo burlonas. Geppeto cogió una lámpara de aceite y la estrelló contra un grupo de juguetes. El fuego pronto lamió la madera a su antojo, abrasando todo a su paso. Entre los rugidos de las llamas se elevaba la risa del hijo. Geppeto fue lamido sin remedio por el fuego. Antes de su último aliento, pudo ver que Pinocchio escapaba tras los añicos de una ventana. Dios se apiadará de la gente inocente. De la casa apenas quedó en pie el esqueleto de la chimenea.
Pinocchio continuó sus andares. Como su traje orgánico tendía a descomponerse rápidamente, el pueblo perdía hijos a cualquier hora. Una vez que se terminaron las víctimas Pinocchio se lanzó, con el olfato del lobo hambriento, de poblado en poblado.
La última vez que lo vi, yo estaba tras mi escritorio, con la pálida luz invernal tiñendo de plata la habitación. La personalidad de la creatura había cambiado en los últimos años (mi relación con él era meramente comercial: yo conseguía niños, y, una vez que satisfacía mis apetitos, se los entregaba para sus confecciones). Ahora llevaba un putrefacto ajuar de pieles más maduras: brazos de notable vellosidad, una máscara de barba espesa, tres o cuatro rostros remachados en el torso. Me sonrió con una mirada vieja, carente de calor. El asunto de los niños había quedado atrás. Las nuevas exigencias reclamaban personas adultas de género masculino. Yo, que me limitaba a pagar mi cuota, le señalé las escaleras del sótano. Allí, encadenados y desnudos, había cinco hombres que conformarían el siguiente vestido de Pinocchio.
Jesús Montalvo es tijuanense (algún defecto debía tener). Ha publicado dos libros de cuentos y una novela. Actualmente reside en Sonora, porque están muy ricas las coyotas.