Café Trotsky: una provocación*

Mientras leía el primer cuento se reconstruían en mi mente los personajes

Arturo Soto Munguía / Foto: Carlos Villalba

Si el libro se llama Café Trotsky no hay manera políticamente correcta de abordarlo desde otro lugar que no sea el prejuicio o la experiencia personal. O los prejuicios nacidos de la experiencia personal escasamente amable respecto a don León y sus seguidores más leales.

Odio generalizar, pero mis primeras experiencias con esa pequeña legión de revolucionarios de café no fueron las más edificantes. Eran muy buenos para tirar rollo pero más bien huevoncitos a la hora de la talacha propagandística y organizativa. Eso sí, se columpiaban lindo de las movilizaciones convocadas por otro, agandallaban la vanguardia de las marchas y el micrófono, pero pura madre se sumaban a las comisiones de pintas, de boteo y volanteo.

La verdad eran cagantes. A grado tal que alguna vez se les dedicó una consigna que era coreada con singular ahínco en las marchas de los paros cívicos nacionales allá por los maravillosos años ochenta: “¡A un lado, a un lado, a un lado reformistas/Adelante, adelante, marxistas leninistas!”.

Con ese antecedente, se entiende que el título de este libro sea una provocación, sobre todo para quienes no simpatizamos con don León, irredento culiador del pantano, fiero apologista de la clase obrera, adelantado y visionario de las nuevas teorías sobre el libre desarrollo de la personalidad que incluyen -a huevo-  la libertad de cogerte a la novia de tu mejor amigo. Porque “alivianados”.

Recapitulo rápido. Café Trotsky es una provocación sobre todo para aquellos a los que semánticamente Trotsky nos remite a los trotskistas y sobre todo a las trostkistas, aves de rápido vuelo que en algún momento institucionalizaron la cooptación vaginal en aras de ganar reclutas para la causa de una revolución perdida de antemano porque en el fondo, lo que se estaba discutiendo no eran las reivindicaciones del proletariado, sino la narrativa de las utopías que sabían bien entre sudores y jadeos.

Los trostkistas eran, creo que lo siguen siendo, apologistas del amor libre y esa era la parte que me gustaba. Pero una vez, no sé cómo ni cuándo, en una fiesta de esas que solían convocarse al calor de las luchas reivindicativas, un convencido trotsko cuyo nombre me reservo, se mantenía estoico en el corrillo de dialogantes mientras su pareja, que no estaba del todo mal, bailaba con otro y se comenzaban a cachorear de una manera más o menos impune.

Alguien se lo hizo notar, y mi compa le respondió con un choro mareador sobre el amor libre y esas cosas que todavía no se acuñaban, como el “poliamor”, que no tiene nada de ideológico, pero sí mucho de calenturas.

La fiesta siguió y el cachoreo también, de manera que en algún momento y al calor del baile, materialmente se estaban cogiendo a la esposa de mi amigo. Y ya no sé si le entró lo marxista leninista o de plano el charro mexicano, pero en un alarde de abdicación de los principios, soltó de su ronco pecho un grito y con él, la emprendió a putazos contra el que le estaba ganando: “¡Chingue a su madre Trotsky y el partido!”, dijo, y se desmadró la fiesta.

Me disculpo de antemano. No son ustedes, soy yo y mis prejuicios que provocan, cada vez que escucho o leo una alusión a don Trotsky aparezcan esas remembranzas.

Con este libro no fue la excepción, y mientras leía el primer cuento se reconstruían en mi mente los personajes, las narrativas, los paisajes de aquellos tiempos encarnados en una pareja militante que enfrenta sus cotidianidades desde la perspectiva revolucionaria y alivianada que los lleva a interpretar el mundo desde la lucha de clases y decidir que la causa del proletariado bien vale una votación a mano alzada para decidir si una camarada aborta o no, considerando que los hijos pueden ser un obstáculo para los fines de la organización y el pueblo.

Es chistoso porque es real. Finalmente y a contrapelo de la asamblea que ya había votado a favor de que la compañera abortara, la pareja elige un método menos ortodoxo para tomar la decisión trascendente: arroja una moneda al aire, un ‘volado’ que mandató a que aquel niño naciera y se convirtiera en el personaje de su propio cuento para venir a deleitarnos después con una prosa que nos lleva del estupor a la carcajada; de la risa a la melancolía y al descubrimiento de los avatares de la vida, entre sorpresa y sorpresa.

Es el primer cuento el que le da título al libro, pero contiene otras cuatro narraciones en las que con su filosa pluma, Joel García pone a prueba la capacidad de asombro del lector, despedaza convencionalismos y dibuja personajes crudamente humanos, destilantes de vicios y pasiones; de traumas y situaciones alucinantes, dolorosas, divertidas.

Más spoilers no habrá, no aquí. Lo que hay es una invitación a recorrer, de la mano de Joel  y sus aventuras, sus encuentros con la vida real y a sorprenderse con algunos finales que congelan la sangre y dejan un regusto agridulce en los labios y un indefinido sentimiento que vacila entre secar una lágrima o soltar la carcajada.

Muchas felicidades, Joel. Hay que leer este libro.

*Texto leído en la presentación de Café Trotsky en Librería Gandhi, Hermosillo.

 

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