Borrando huellas

La iglesia después de la restauración.

Silvia Rousseau

La meta era reunir a mi naciente familia en el mismo lugar, no soportaba vivir como gitana manejando una carretera larga cada fin de semana. Me lancé a mi nuevo hogar con pocas pertenencias y  barriga de embarazada. Eran los estertores de los setenta.

Caborca era un caserío perdido en el desierto y el calendario, tuve la impresión de vivir en el túnel del tiempo, con cine de carpas a unas cuadras de la casa, una frutería con manzanas sedientas, un semáforo en toda la ciudad y aquel viento negro sin horario, ululando por las calles como preludio de una escena ficticia terrorífica, bautizando con fina arena cada rincón de la casa, el cielo se oscurecía, la electricidad se la llevaba aquél ventarrón tan fácilmente como se le quita un dulce a un niño, y así esperábamos por horas la aparición de un rayo de sol.

Llegó la niña al mundo, fue creciendo, al no haber un lugar adecuado para llevarla a jugar visitábamos Pitiquito, a unos kilómetros de distancia, allí en el parque dotado de columpios, resbaladero y árboles, se desarrollaba la pequeña.

Nuestro principal paseo dominguero era el atrio de la legendaria Iglesia, lejos del caserío. El edificio se erguía orgulloso entre palmeras junto al vado de un río seco. En ese lugar se libró una batalla contra los filibusteros, los habitantes defendieron la plaza, tuvieron el acierto de incendiar la bodega de pólvora de los mercenarios extranjeros y mermar su poderío bélico. ¿Qué año era entonces? Mil ochocientos cincuenta y siete, aunque la misión fue establecida por los Jesuitas, encabezando la exploración el Padre Eusebio Francisco Kino en mil seiscientos noventa y tres, se le llamó Misión de la Purísima Concepción de la Señora de Caborca.

Lo interesante de aquella iglesia era descubrir en sus paredes de adobe las huellas de las balas de la refriega. Los caborquenses evitaron a toda costa la invasión protegiéndose en el interior del templo de la bala enemiga. Muchas familias nos reuníamos en aquel atrio para acompañar a nuestros niños a recorrer la iglesia que había soportado las inundaciones por la creciente del Río Asunción, persecuciones, infinidad de contratiempos, pero conservaba sus muros y la gruesa puerta de madera, ambos resplandecían con el brillo de sol vespertino, era precioso estar allí aspirando el aroma de la tierra, esperar la caída de la noche y ver los diminutos tornados en el paraje.

No recuerdo cuántas veces fuimos allá, imaginar la batalla sangrienta, los sonidos de las armas, las voces y gritos adentro y fuera del templo, los ayes de dolor, las plegarias y las maldiciones en dos idiomas. Narrar a nuestra hija que esas cicatrices en los muros eran historia. Los padres enseñaron con orgullo a sus hijos las palabras ocultas en el eco del tiempo. “¿Ésta es la iglesia balaceada cuando nos querían quitar Sonora, papá?” Repetían las voces de los infantes y sus familiares contestaban sí, y aquel día del triunfo fue un seis de abril.

No siento que la modernidad haga daño, pero no he podido aceptar la remodelación de la iglesia realizada en dos mil nueve. Los interiores fueron restaurados lo mismo que el exterior, con luces, herrería y jardines, es verdaderamente preciosa. Ahora los muros ya no hablan, desaparecieron las cicatrices y el recuerdo.

Tal como la conocí, la iglesia fue declarada Monumento Nacional en mil novecientos ochenta y siete. Así me cautivó. Si tan sólo se hubieran dejado los muros intactos, sin borrar huellas que repitan a nuevos caborquenses de dónde han venido, sin estas huellas es como morir sin dejar vestigio de lo vivido, sin dejar un descendiente que continúe narrando las vicisitudes de su increíble paso por este mundo.

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