
Tania Yareli Rocha Hernández
Mi rostro ovalado estaba enmarcado por una larga melena color azabache y mis pequeños ojos rasgados, estaban vacíos, como un frío acantilado sumido en la oscuridad mortuoria. Aunque era mi cuello el que estaba marcado por sus manos duras e hirientes, era mi alma la que se sentía estrangulada.
–Lydia, no puedes seguir tolerando esto, ven a vivir conmigo, yo te ayudaré – Me alentaba mi amiga para huir de todo aquello.
Damián a veces llegaba ebrio. Me despertaba en la madrugada y buscaba alguna excusa absurda para discutir. Ni siquiera sabía por qué trataba de hacerlo entender mi sufrimiento, si él siempre tenía razón, o al menos así era en su retorcido mundo, aquel en el que yo permanecía prisionera.
Era irascible y violento, tanto, que ya casi me olvidaba de los buenos tiempos, cuando juraba que me amaba y lo demostraba.
Mientras maquillaba los moretones, aquel fétido olor me atosigaba como un insecto molesto. Salí a la sala y como suponía, Damián estaba sentado, mirando las noticias y fumando un cigarrillo.
– ¿Podrías irte a fumar afuera? Esto no es una cantina.-
Apagó el tabaco en el cenicero de cristal y se levantó, haciéndome sentir pequeña e indefensa. Era un hombre alto y fornido, de barbilla pronunciada y mirada aguda.
– ¡A diferencia de ti, yo trabajo todos los días! ¡Tengo derecho a relajarme! ¡Tú no haces más que molestar! ¡Eres una neurótica, igual que tu madre!-
No había nada que me enfureciera más, que el que me llamara loca, tenía pavor de terminar en un psiquiátrico.
– ¡Con mi madre no te metas! ¡El que ella tenga esquizofrenia no significa que yo también! – Tomé aire y continúe – ¡Además, si soy tan inútil, dame el divorcio. Es obvio que no me necesitas!-
Nunca antes había tenido el valor de decir esas palabras en voz alta. Ya habían sido tres años de maltrato y no pensaba seguirlo soportando.
Esperaba un sí o un no por respuesta, no obstante, ninguno salió de su boca. Fue un puñetazo el que sentí en el vientre. Me jaló de los cabellos y rompió los labios que tantas veces había besado.
Tenía tanto miedo que no podía gritar, ni llorar. Intentaba zafarme, huir y convencerme de que no volvería a sentir ese horrible dolor que me carcomía la piel.
Me puso contra la pared y empezó a estrellar mi cabeza una y otra vez contra la fría superficie. Perdí el equilibrio y mi vista se nubló. Lo último que vi fue su cara, su maldita cara…
Fui con incontables especialistas y todos opinaron lo mismo; daño irreparable en el nervio óptico.
Con el apoyo de mi familia había obtenido el divorcio y una orden de restricción que Damián no vacilaba en romper cada vez que se le presentaba la oportunidad. Deseaba haberlo abandonado antes, cuando aún podía ver, pero sabía que el desearlo no cambiaría nada. No era característico de mí dejarme caer y lamentarme por las circunstancias, y no empezaría en ese momento.
De alguna forma tenía que superar esa sensación de extrañeza y ansiedad que me revolvía el estómago cuando caminaba por ahí, en esa nueva e interminable oscuridad.
Como Damián no dejaba de acosarme, decidí mudarme a la capital, donde mi hermano Javier trabaja de doctor en el Hospital General, viví con él por un tiempo, hasta que conseguí un trabajo de masajista en un spa. Tiempo atrás me había dedicado a ello, pero tuve que dejarlo por imposición de aquel animal.
Javier había insistido en que me quedara.
– Lydia, tengo mucho espacio, soy un soltero sin remedio. Además, me gusta tu compañía.
Aunque no había parado de repetirlo, me mantuve firme y me fui a rentar un departamento cerca de mi trabajo. Después de tantos años bajo la sombra de Damián, una parte de mí buscaba sentirse independiente.
Mi nuevo departamento era pequeño. Mi hermano me había ayudado a acomodar los muebles y a la semana, sabía de memoria dónde estaba cada objeto. Al entrar, del lado derecho había un perchero de madera que me llegaba a la altura de la cabeza, a su lado un sofá y enfrente dos sillones aterciopelados. Del lado izquierdo de la entrada había un pasillo a cuya mitad estaba la puerta de mi habitación. Tenía una pequeña cama individual, un ropero y una lámpara encima. La recámara tenía un pequeño balcón con puerta corrediza y un baño. Si seguías derecho por el pasillo estaba la cocina. Tenía una delgada barra con bancos altos, el mueble de los trastes, una radio, el lavaplatos y una estufa vieja. El único detalle incomodo era que tenía abrir el gas cada vez que cocinaba, y apagarlo cuando terminaba. Había memorizado todo con exactitud, no quería sufrir un accidente y preocupar a Javier que suficiente tenía con su trabajo.
Una noche mientras estaba recostada en la cama, me sentí observada. Me levanté y caminé por el pasillo hacia la sala. Accidentalmente, estrellé mi pie con la pata de un sofá. Luego me acerqué a la cocina y me golpeé contra uno de los bancos de la barra. Alguien había movido las cosas. Además olía a gas, pasé la mano rozando los quemadores de la estufa y uno estaba caliente. También olía a cigarro.
¡Damián estaba ahí! ¡No podía ser, él no sabía dónde estaba y aunque lo supiera, no sería capaz de entrar así! ¿O sí?
Por reflejo volteé a mí alrededor, todo era negro, pero aun así escuchaba sus pasos, acercándose. Corrí a mi habitación, cerré con seguro y saqué el bastón que tenía en el clóset. Agarré mi celular y salí al balcón, encerrándome. Con el bastón en la mano, me aseguré de que estaba sola y marqué a la policía.
– Alguien se metió en mi departamento, estoy en el edificio más alto de la Plaza Central, mi número interior es el 204.-
Sentía que el alma se me escapaba del cuerpo, parecía una pequeña asustadiza, escondiéndose del monstruo del armario.
La policía llegó y revisó cada rincón sin encontrar a nadie.
Desde ese día, todas las noches revisaba obsesivamente que el gas estuviera cerrado, recorría el departamento, aseguraba cada entrada, cada rincón y rociaba aromatizante para mitigar la peste a tabaco… Ni siquiera podía dormir, el insomnio y los nervios estaban acabando conmigo.
Cada mañana me despertaba el ruido de la radio, iba a apagarla y cuando pasaba por la sala me exaltaba el olor a cigarrillo, ni siquiera abriendo las ventanas se iba esa peste, era como si su aroma estuviera impregnado hasta los cimientos del departamento. Pasaron las semanas y la tensión se fue acumulando. Podía sentir su aliento mientras intentaba dormir. Podía sentir su fría mirada clavada en mi espalda como una estaca. A veces soñaba con él. Ya no era capaz de distinguir la realidad dentro de aquella pesadilla.
En otra ocasión, antes de salir, con el bastón golpeé hacia el vacío. Había alguien, ¿de verdad me había seguido hasta ahí?
Cálmate. Pensé, tranquilizándome unos segundos. Aventé el bastón al aire pero este no sonó al caer. Eché un grito de desesperación. Tomé mi bolsa del sillón y salí a trabajar.
Ya no había tranquilidad en mi vida, aquella presencia persistía e incluso cuando salía a las calles escuchaba la voz de Damián a mí alrededor, murmurando, desquiciándome a cada segundo que se hacía presente.
Empecé a ir al psiquiatra y me explicó que estaba desarrollando esquizofrenia, algo normal debido a que mi madre la padecía.
Me dio pastillas: Valium. Eran inútiles, seguía escuchando su voz, el ruido de la radio, el olor a tabaco, todo seguía ahí. Creía que Damián estaba haciendo todo por volverme loca, él sabía que ese era mi peor temor.
El psiquiatra me sugirió que consiguiera una mascota para que me hiciera compañía. Una tarde compré un gato y le llamé Plutón. El pobre pasaba los días pegado a mí, rasgando mi ropa y gruñendo a la invisible presencia que ambos percibíamos.
De pronto, una noche cuando desperté a apagar el gas, sentí un líquido viscoso escurriéndose entre mis dedos. Las piernas me temblaban. Unos pasos después me topé con una masa peluda y húmeda: Plutón. Lo toque, pero no emitió sonido alguno, estaba tieso. Enfoqué la mirada hacia la nada con la esperanza de distinguir si quiera una forma. Corrí a la recámara, agarré el celular de mi bolsa y me encerré en el balcón. No estaba loca, pero tenía que demostrarlo, no quería ser recordada como la desquiciada del 204.
El viento soplaba fuerte, imaginaba que las nubes se encapotaban en el cielo, formando una capa uniforme y grisácea. Y entonces una idea espesa se esparció mi mente: No había apagado el gas, él lo había abierto y si por la mañana prendía su cigarrillo, no volvería a molestarme.
Aguardé en silencio, entré y busqué el aromatizante del baño para rosearlo en cada rincón del departamento, pensaba que de esa manera no percibiría el olor a gas. Si todo eran alucinaciones, nadie se haría daño. La cabeza me iba a estallar de los nervios pero tenía que continuar.
Pasé la noche despierta en el balcón y cuando la cálida luz del amanecer subió trepando por mis pies, empecé a hablar conmigo misma; tengo que entrar, esto ya es ridículo, si sigo así pasaré mis últimos días en un cuarto acolchonado, con extraños de bata blanca inyectándome antipsicóticos.
Toqué la puerta corrediza con la yema de los dedos y escuché un ruido expandiéndose y crujiendo. Me di la vuelta y me tapé los oídos. La explosión cubrió de llamas el departamento.
Llamé a los bomberos.
El humo salía por debajo de la puerta sofocándome. En ese momento creía que iba a morir, el fuego avanzaba rápido y las sirenas se escuchaban demasiado lejos… Las llamas se extendían por el balcón y mis pulmones se llenaban de humo cuando, de repente, un hombre subió por una escalera metálica y me salvó.
Ese día comprobé que tenía razón, habían encontrado un cuerpo en el departamento, Damián, él siempre había estado ahí, burlándose, haciéndome sentir temerosa y angustiada.
Jamás dejaría que alguien me hiciera sentir frágil de nuevo. Aunque dolía aceptarlo, todo había sido mi culpa desde el principio, desde el noviazgo había tomado sus agresiones como juegos o simples errores que no se volverían a repetir, sólo porque él así lo prometía. Yo le creí, aun cuando me lastimaba continuamente.
Él era un monstruo, siempre lo había sido.